«Las mujeres de los dictadores», o secretos de alcoba del siglo XX
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Un libro desvela la intimidad de los autócratas
y sus a menudo enfermizas relaciones de pareja
Detrás
de un hombre férreo hay una mujer de titanio. O no. El fascinante
abanico de acontecimientos recogidos en el libro «Las mujeres de los
dictadores», obra de Diane Ducret editada por Aguilar, refleja más
uniones tormentosas que pulsiones totalitarias compartidas, aunque de
todo haya habido. A menudo, el acercamiento del déspota a sus esposas y
amantes ha estado marcado por su arrollador carisma juvenil, por su
posición de poder (un cuasiderecho de pernada pasado por el tamiz del
convulso siglo XX) o por su peligrosa capacidad de hipnosis sobre las
masas, y, por ende, sobre la alícuota parte femenina de la población.
No
es casual que Ducret comience su ameno y a la vez minucioso relato
histórico con ejemplos de la servil y a la vez tórrida correspondencia
que recibía un Adolf Hitler en apogeo: «Todo ha quedado iluminado por un
amor tan grande, el amor por mi führer, mi dueño, que a veces quisiera
morir con su foto frente a mí...». Es el desatino de una mujer (una de
tantas) que ni siquiera le conocía personalmente. En paralelo, idéntico
fenómeno se estaba produciendo en Italia con Mussolini: «Duce, lo vi
ayer durante su tumultuosa visita a nuestra antigua ciudad. Nuestras
miradas se cruzaron y le revelé mis sentimientos. Yo en el pecho tengo
un verdadero corazón que late...».
A
partir de esos mimbres, el libro avanza hacia las mujeres que de verdad
hollaron la intimidad de los autócratas. Repasa Ducret la vida amorosa
de Hitler, Mussolini, Mao, Lenin, Salazar, Stalin, Bokassa, Ceaucescu y
Franco (este último en capítulo aparte escrito por otro autor, Eduardo
Soto-Trillo), y el regusto de la narración es casi siempre amargo.
Predominan las relaciones asfixiantes y opresivas. Enfermizas. Algo casi
previsible cuando una de las partes de la pareja se siente llamada a
una misión más «elevada» que la de fundar una familia. El caso de Hitler
y su amante Eva Braun es paradigmático: ella se trastornaba ante sus
traiciones y ausencias y, hasta su muerte en el búnker junto al tirano,
vivía fuera de la realidad de la guerra, cegada por esa relación
turbulenta. Más lúcida fue Magda Goebbels, la esposa del ministro de
Propaganda, quien también quiso permanecer junto al «führer» hasta el
final.
Polos opuestos
A
grandes rasgos, «Las esposas de los dictadores» detalla la
hiperactividad sexual e infidelidad compulsiva de Mussolini, y, en las
antípodas, refleja la austeridad amatoria de Franco, a quien sólo se le
ha conocido una novia (platónica) anterior a su matrimonio con Carmen
Polo. Se trataba de Sofía Subirán, una esbelta adolescente hija de
familia acomodada. El cerco del entonces jovencísimo militar a la
muchacha se frustró precisamente por eso: no se le vio como un
pretendiente con fuste y recibió calabazas.
En
medio de estos dos extremos (el voraz Mussolini y el frugal Franco) se
sitúan las vidas amorosas y a la vez «revolucionarias» de Lenin, Stalin o
Mao. Incapaces de separar lo público de lo privado, sus mujeres son a
menudo un instrumento más en el deshumanizado engranaje comunista. Por
eso Lenin, por ejemplo, cultivó con naturalidad el triángulo formado por
él, su esposa Nadezhda Krupskaya y su amante Inessa Armand, quien a su
vez estaba casada.
Y
Stalin tuvo una vida personal a la medida de su crueldad: marcado por
la muerte precoz de su primera esposa, Ekaterina Svanidze, se casó
después con Nadezhda Aliluyeva, quien falleció en extrañas
circunstancias... o la mataron o se suicidó. Pero Mao se lleva la palma
de los cataclismos familiares: su segunda mujer Yang Kaihui murió a
manos de sus enemigos políticos y a la tercera, He Zizhen, la desechó el
dictador en favor de la ambiciosa Jian Qing, quien estuvo a punto de
hacerse con el poder en el Partido Comunista chino tras la muerte del
«Gran Timonel». Su ascenso a la cumbre sólo se frustró porque no
despertaba simpatías entre los militares y Deng Xiaoping logró
descabalgarla.
Con mando en plaza
La
figura de Jian Qing la asocia Diane Ducret a la de Elena Ceaucescu
porque la esposa del sátrapa rumano se inspiró en su figura (y también
en la de Eva Perón) cuando buscó (y logró) compartir el poder omnímodo
con su cónyuge. Elena, nacida Lenuta Petrescu, encarna la capacidad de
una mujer para tejer lazos indestructibles con el hombre al que ligó su
vida, sin que sea fácil desbrozar cuánto hay en esa relación de amor y
cuánto de mutua dependencia. También transita la obra por las desmesuras
del dictador centroafricano Bokassa y por el papel cómplice de su
esposa Catherine en la operación de Giscard d'Estaing para aniquilar
aquella autocracia de opereta; y por la misoginia del portugués Antonio
Salazar, quien nunca se casó y utilizó a las mujeres de su círculo
íntimo más como informadoras que como soporte afectivo.
«Las
mujeres de los dictadores» es, en suma, un recorrido por pasiones
amorosas pero también una reflexión sobre la capacidad de seducción del
poder. También sucede en las modernas democracias: «Me dio muchos
detalles sobre los tulipanes y las rosas y me dije a mí misma: “Dios
mío, tengo que casarme con este hombre, es el presidente y también lo
sabe todo sobre flores, es increíble"». Esto no se recoge en el libro.
Lo ha dicho recientemente Carla Bruni sobre Nicolas Sarkozy.
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