domingo, 11 de diciembre de 2011

Se cumplen cien años de la epopeya de Amundsen y Scott en la Antártida

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Se cumplen cien años de la epopeya de Amundsen y Scott en la Antártida


Miguel Ángel Barroso (Madrid) – 11 de diciembre de 2011.

«Ha sucedido lo peor... Se han desvanecido todos los sueños. ¡Santo Dios, este es un lugar espantoso! Y ahora volver a casa, haciendo un esfuerzo desesperado... Me pregunto si lo conseguiremos». El capitán Robert Falcon Scott, al frente de la Expedición Antártica Británica, escribió a duras penas estas notas en su diario, con las manos al borde de la congelación y cercado por el escorbuto. Había llegado a su objetivo, el Polo Sur geográfico (90º 0’ 0’’ S 0º 0’ 0’’ O), con un mes de retraso sobre su gran rival, Roald Amundsen, un veterano explorador noruego, ambicioso y metódico, que ya contaba con un historial deslumbrante cuando puso el pie en el punto más austral del planeta el 14 de diciembre de 1911. El próximo miércoles se cumplirán cien años. En aquella meseta helada y azotada por el viento, a casi 3.000 metros de altitud, un desolado Scott, acompañado de otros cuatro hombres, vio la tienda y la bandera instaladas por los noruegos y supo que había perdido. Pero se le reveló algo más: el mundo a su alrededor tenía el color de una mortaja, pálida y espectral. No había esperanza. El rigor había ganado a la pasión. El profesional, al aficionado.


Las historias de Amundsen y Scott, su triunfo y tragedia, quedaron para siempre entrelazadas en la gran crónica de la edad heroica de la exploración en la Antártida, a principios del siglo XX, cuando los países fijaron su mirada en los tres polos del planeta (aceptado el Everest como miembro de esta lista) y establecieron un pulso incruento. El orgullo nacional contaba tanto, o más, que la curiosidad científica. Los británicos estuvieron en todas las pomadas.

Claro que, a diferencia de otros escenarios, la exploración de la Terra Australis Incognitano tenía parangón; no había que enfrentarse a animales salvajes ni a indígenas hostiles (de hecho, fue auténticamente descubierta por sus exploradores, pues nunca habitó ser humano allí). El oponente era más formidable: vientos de hasta 300 kilómetros por hora, temperaturas inferiores a los 50 grados bajo cero, un océano con aspecto de criatura viva, una banquisa que atrapaba y trituraba los barcos, una costa sin apenas puertos naturales y largos días de helado silencio. La lucha se establecía entre el aventurero y las fuerzas desatadas de la naturaleza, entre el hombre y los límites de su resistencia.

Aunque algunos historiadores creen que el español Gabriel de Castilla pudo ver las islas Shetland del Sur en 1603 y el británico James Cook fue el primero en cruzar el Círculo Polar Antártico y circunnavegar el continente en la década de 1770, la confirmación de que al final del Pasaje de Drake había algo más que un vacío impenetrable llegó el 19 de febrero de 1819: el inglés William Smith avistó de forma casual la isla Livingston cuando viajaba desde Montevideo a Valparaíso. Los cazadores de focas tomaron las Shetland y el extremo norte de la Península Antártica a lo largo del siglo XIX, antes de la llegada de los grandes exploradores. Franceses, alemanes, belgas, australianos y japoneses lanzaron sus barcos hacia lo desconocido (notable fue el viaje de Adrien de Gerlache en 1898-99 a bordo del «Bélgica», la primera expedición en invernar en aquella región; Amundsen participó en la misma como segundo oficial y demostró de qué pasta estaba hecho). Sin embargo, la rivalidad entre británicos y noruegos escribió las páginas más memorables.

Precedentes del gran acto

Scott y Shackleton se asociaron en 1901 y, a bordo del «Discovery», inauguraron esa edad heroica caracterizada por la falta de recursos y la lucha contra la adversidad. Junto con el doctor Edward Wilson llegaron hasta los 82º 17’ sur, a casi 1.200 kilómetros de su objetivo, teniendo que regresar tras pasar un infierno. Los tres hombres no sabían esquiar bien ni guiar a los perros y acabaron enfermos e insultándose en mitad de la nada. El irlandés Ernest Shackleton había aprendido poco de sus errores cuando su buque «Nimrod» se hizo a la mar en 1907. Sin Scott (tras el periplo anterior se juró que nunca más recibiría órdenes de nadie) y con ayudantes de confianza (entre ellos Frank Wild, que le acompañaría años después en la legendaria expedición del «Endurance»), partió en octubre de 1908 de Cabo Royds, en la Gran Barrera de Hielo, con diez caballos y nueve perros. Los equinos resbalaban y caían y acabaron formando parte de la dieta de los expedicionarios. Llegaron hasta los 88º 23’ sur, a unos 160 kilómetros del Polo. Hambrientos, congelados y cegados por la blancura de la nieve, decidieron dar la vuelta y vivir antes que alcanzar la gloria y morir, cubriendo etapas de 36 horas sin descansar. Estos antecedentes marcaron el gran acto que iba a representarse.

Perros y ponis en el hielo

Nacido en 1872 en el seno de una familia acomodada de marinos y armadores, Roald Amundsen sintió desde niño una fascinación por las regiones polares. Después de sobrevivir al invierno antártico en el «Bélgica», en 1903 zarpó rumbo al norte a bordo del velero «Gjøa» en pos de un sueño: triunfar allí donde el inglés John Franklin había fracasado entre 1845 y 1848, el terrible Paso del Noroeste entre los océanos Atlántico y Pacífico. Aquel éxito no solo le dio renombre internacional, sino que le dotó del aprendizaje y las herramientas necesarias para futuras empresas. Adoptó las técnicas de supervivencia de los esquimales netsilik —vestiduras de pieles de reno, uso de trineos con perros de tiro, raquetas de nieve, iglúes...— y, cuando se planteó una expedición al Polo Norte, ya era todo un experto. Tras saber que el estadounidense Robert Peary había hollado el punto más septentrional del globo (6 de abril de 1909; hoy su hazaña es puesta en duda), cambió de idea y enfiló hacia el lejano sur con el «Fram», buque propiedad de Fridtjof Nansen, otro legendario explorador noruego.

Amundsen tenía 38 años cuando llegó en enero de 1911 a la Barrera de Hielo de Ross. Ancló el «Fram» en la Bahía de las Ballenas y levantó su campamento, que llamó Framheim. No dejó nada a la improvisación: sometió los víveres, equipaciones, hombres y animales a un escrutinio implacable, consciente de que cualquier mínimo error podría despertar la muerte. Robert Scott, por su parte, había fondeado el ballenero «Terra Nova» en el Estrecho de McMurdo, 96 kilómetros más lejos del Polo que Amundsen. Los planes del capitán de la Royal Navy pasaban por seguir la huella abierta por Shackleton. Igual que su antiguo compañero y, más tarde, competidor, utilizó caballos manchúes (a pesar de su demostrada ineficacia en este terreno), además de trineos a motor que no funcionaban y perros que nadie sabía guiar. Amundsen, que siguió su propia ruta, solo usó perros y no tuvo problema en sacrificar a 24 de ellos para alimentar al resto de la manada; una parte de la carne quedó almacenada para el viaje de regreso. El campamento donde ocurrió este luctuoso suceso se llamó La Carnicería.

Ambas expediciones partieron en octubre de 1911. Por delante, 1.300 kilómetros de desolación sin fin. Los noruegos alcanzaron la meta sin incidentes y levantaron en el Polo Sur una tienda donde Amundsen dejó una carta para el rey Haakon VII. «Y unas líneas para Scott, que presumo que será el primero en llegar después que nosotros». Lo hizo transcurridos 34 días. Pinceladas de su espantoso viaje de vuelta han llegado a nosotros. «Moriremos como caballeros. Espero que esto demostrará que la capacidad de sacar fuerzas de flaqueza y de sufrir no ha desaparecido de nuestra raza. Si hubiésemos vivido, podría contar una historia de penalidades, resistencia y valor de mis compañeros, que habría conmovido el corazón de todos los ingleses. Estas apresuradas notas y nuestros cadáveres lo harán por mí». «Es una lástima —apuntó el 19 de marzo—, pero no creo que pueda escribir más».

Sus cuerpos y el diario fueron hallados en noviembre de 1912.

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Amundsen: «¿El capitán Scott? No sé nada…»



Mientras el explorador noruego sacaba pecho por su épica conquista del Polo Sur, en 1911, parte de la prensa española y mundial sembraba las dudas sobre su verdadera autoría… a la espera de noticias de su competidor británico, muerto en la Antártida


ISRAEL VIANA, Madrid, 14 de diciembre de 2011

«Yo había jurado que llegaría al Polo Sur y que la bandera noruega flotaría antes que ninguna otra en la extremidad inferior del mundo», exclamaba eufórico Roald Amundsen a «La Correspondencia de España», el 19 de diciembre de 1912. Hacía un año que el explorador nórdico se daba por ganador, por encima del capitán Scott, de la batalla más gloriosa de las expediciones del siglo XX: la conquista del Polo Sur.


AFP.Una de la últimas imágenes que se conservan de la expedición del capitán Scott, antes de morir 
Sin embargo, no todo el mundo lo tenía tan claro. La lucha épica alimentada por algunos gobiernos ansiosos de ser los primeros en plantar su bandera sobre los polos del planeta, llegó a la prensa de medio mundo entre 1910 y 1912. Cubrieron ampliamente los preparativos, la partida, los percances del viaje, cómo pasaban las navidades los expedicionarios en aquel inhóspito lugar y los rumores sobre la llegada de uno y otro. Aún cuando ya se daba por hecho que había sido Amundsen y no Scott el primero en llegar a «la extremidad inferior del mundo», tal y como se había asegurado inicialmenre, existía una gran cantidad de periódicos que no parecían dispuestos a asumir la victoria del noruego sobre el británico.

Scott, para su desgracia, no estaba presente para defender su posible triunfo. Hacía meses que la prensa esperaba su regreso para escuchar la versión del expedicionario británico de primera mano, o al menos nuevas noticias que entre 1911 y 1912 sólo había llegado a cuentagotas en forma de cartas o en boca de marineros procedentes de tierras nórdicas.

«Volveremos a ver al capitán Scott»

En aquella entrevista a «La Correspondencia de España» en diciembre de 1912, Amundsen aseguraba que el 14 de diciembre de 1911, hace hoy justo un siglo, había sido el día más feliz de su vida «por llegar al Polo Sur» el primero. Sin embargo, el periodista le interrumpió para preguntarle si tenía noticias sobre el capitán Scott, desaprecido, y con quién prácticamente había coincido en aquella carrera a vida o muerto hacía el polo.

Según cuenta el periodista, «el semblante del expedicionario se oscureció» por unos instantes antes de dar una respuesta. «¿Scott? No sé nada. Salió después que yo y pensaba llegar al Polo por un camino diferente del mío». Luego trató de puntualizar: «Creo que en febrero próximo regresará a Europa. A menos que…», pero se detuvo de nuevo. «Pero no, no. Volveremos a ver al capitán Scott. Las tempestades de nieve y la gran banca no pueden vencer a un hombre como él».

Se equivocaba. En aquella batalla sobrehumana contra los elementos, contra los vientos de hasta 300 kilómetros hora, temperaturas por debajo de 50 grados bajo cero y hielo infinito, Amundsen encontró la gloria. Scott, sólo la muerte.

«El triunfo puede ser sólo aparente»

Aún sin recibir noticias de él –tras su última carta, publicada el 5 de abril de 1912, en la que mismo capitán británico contaba de primera mano alguna de sus andanzas¬–, periódicos como «La Correspondencia de España» destacaban la discusión en torno a la expedición de Amundsen: «El debate no gira alrededor de ninguna de la hazañas que unos y otros pudieran llevar a efecto, sino del triunfo personal de los dos más significativos expedicionarios: un inglés, el capitán Scott, y un noruego, el capitán Amundsen». Y añadía: «Aquí se dice que el triunfo puede ser sólo aparente, y que Scott acaso llegó antes que su rival».
 
El diario republicano «El País», y periódicos británicos como «Daily Express» o el «Exchange Telegraph Company» aseguraban que Scott había llegado primero. Y en las mismas fechas, marzo de 1912, otros diarios como «¡Adelante!», «El imparcial» o el mismo «ABC» daban por seguro que Amudsen se había adelantado.

Cien 100 años después de aquella etapa gloriosa y heroica de la exploración en la Antártida, aún hay hoy muchas desombras sobre aquellas expediciones y los métodos utilizados por ambos capitanes, que se desgranas en nuevo libros y revistas. Pero lo cierto es que ya nunca podremos escuchar o leer la versión del famoso capitán Scott. «Ha sucedido lo peor. Se han desvanecido todos los sueños. Es una lástima, pero no creo que pueda escribir más», dejaba escrito éste en su diario, el 19 de marzo de 1912, momentos antes de morir congelado.



















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