Los padres de La Pepa
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por GUILLERMO D. OLMO
La Constitución de 1812, «La Pepa», no surgió de la nada. Fue obra de dos centenares de hombres que, recluidos en un Cádiz asediado por las tropas imperiales de Napoleón, alumbraron la que sería la primera carta magna de la historia de España. Un documento en el que quedaron consagrados algunos de los principios que hoy rigen la vida en común de los españoles. En ella, por primera vez, quedaba acuñado como sujeto jurídico y político la nación española y se reconocían algunos de los que hoy son derechos fundamentales.
En 2012 se celebran los 200 años de tan importante legado. Las excepcionales circunstancias en que desempeñaron su trabajo explican que todavía algunos aspectos de su peripecia permanezcan ocultos por las brumas de la historia. Se sabe que su primera reunión se celebró el 24 de septiembre de 1810 en la isla de León, el actual municipio de San Fernando, el último reducto al que habían arrastrado a la resistencia española las armas francesas. Como escribió Alcalá Galiano, «España toda parecía sitiada en los estrechos muros de Cádiz».
Pero por encima de las incógnitas que todavía intentan despejar los
historiadores descuellan los nombres de un puñado de diputados presentes en Cádiz
que destacaron por su
actividad en las sesiones y lo elevado y filantrópico de los
valores que animaron sus intervenciones. Son los padres de «La Pepa».
Agustín de Argüelles
La voz
de este insigne jurista asturiano, nacido en Ribadesella, fue la más vigorosa en las
deliberaciones de los constituyentes. Por encima de los bombazos de los
franceses y de los gritos combativos de la población gaditana, el eco de las
palabras de Argüelles resuena en la actualidad en su noble afán por moldear con
mimbres humanitarios ese sujeto que se asomaba a la posteridad, la nación
española. Las convicciones de Argüelles quedaron claras en sus piadosos alegatos
contra dos de las herencias de la España imperial, la esclavitud y la tortura.
Existía entonces todavía la figura del tormento, a la que los jueces podían
recurrir para arrancar confesión de los sospechosos. Argüelles dejó claro que
una práctica así no podía subsistir porque «repugna a los sentimientos de de
humanidad y dulzura que son tan propios de una nación grande», como él entendía
que debía ser la española. El artículo 303 de la Constitución recogería la
abolición del tormento. Tuvo menos éxito en su lucha contra la esclavitud,
«infame tráfico, opuesto a la pureza y liberalidad de la nación española». No
consiguió que la Constitución recogiera sus demandas, pero en las conciencias
de sus compañeros de cortes dejó clavadas sus palabras: «Comerciar con la
sangre de nuestros hermanos es horrendo, es atroz, es inhumano», denunció.
Aunque descartó la manumisión de los esclavos propiedad de las élites
coloniales en América. Lo avanzado de su discurso tuvo como límite evitar la
colisión frontal con las clases
propietarias. Abocado al exilio
con la restauración del absolutismo tras el regreso de Fernando VII, volvió a
España para participar en la redacción de la Constitución de 1837. Murió en 1844. Sin duda,
merece ser reconocido como uno de los padres del liberalismo español.
Evaristo Pérez de Castro
Pérez
de Castro contribuyó decisivamente a dos de los pilares de la Constitución de
1812: el principio de la soberanía
nacional y el reconocimiento del derecho a la libertad de imprenta. Este
vallisoletano fue uno de los diputados que discutieron el proyecto
constitucional, debate en el que se mostró entusiasta partidario de las tesis
de Argüelles sobre la libertad de imprenta. Pérez de Castro se movió toda su
vida en los aledaños del poder, llegando incluso a la Presidencia del Gobierno,
cargó que ocupó año y medio 1838 y 1840. Como tantos españoles del turbulento
XIX, se vio obligado a
exiliarse cuando triunfaron opciones políticas que no eran las
suyas, en concreto cuando Baldomero Espartero fue proclamado regente. Regresó
en 1843. Murió en Madrid en 1848.
Diego Muñoz-Torrero
El
sacerdote Diego Muñoz-Torrero fue otra «alma mater» de la Carta Magna de 1812,
cuya comisión ponente presidió. Fue este extremeño, liberal convencido y
artífice del fin de la Inquisición
española, quien pronunció el discurso con el que se iniciaron
las sesiones de las cortes reunidas en la Isla del León. Catedrático de
Filosofía, antes de llegar a la decisiva cita de Cádiz, el padre Muñoz-Torrero
había sido rector de la Universidad
de Salamanca. En aquella histórica sesión parlamentaria trazó
las que para él debían ser ideas fundamentales de la Constitución en ciernes,
algunas de ellas verdaderamente
revolucionarias para un clérigo de la época. Defendió que la
soberanía nacional residía en el pueblo español y no en ningún monarca, abogó
encendidamente por la libertad
de prensa y se mostró partidario de la supresión del Santo
Oficio, que se había convertido en un tribunal politizado al que cada facción
política intentaba instrumentalizar como ariete contra sus oponentes. También
propugnó la abolición del régimen de señoríos. Sus indomables convicciones le
depararon muchos padecimientos. Tras el nuevo viraje hacia el absolutismo, a
partir de la nueva intervención francesa con la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis
en 1823, huyó a Portugal, donde fue apresado. Pasó los últimos años de su vida
encerrado, no era la primera vez, y torturado en la torre de San Julián de la
Barra, donde murió en 1829. Su
triste final y su accidentada biografía llevaron a autores como
Rubio Llorente a definirle como un «liberal trágico».
José de Espiga
José
de Espiga y Gadea, jurista y experto en asuntos religiosos, fue, pese a sus
orígenes palentinos, uno de los diputados por el Principado de Cataluña en
las Cortes de Cádiz. Espiga fue uno de los más firmes apoyos de las
vanguardistas propuestas de Argüelles. Uno de los doce hombres de la Comisión
que redactó el borrador
constitucional, sin su respaldo las tesis de Argüelles habrían
tenido mucho más complicado imponerse frente a la oposición de los más adictos
al absolutismo y los más refractarios al progreso de las ideas del liberalismo.
Hombre resolutivo, a Espiga le exasperaban los debates cuando se eternizaban
encallados en lo que para él eran minucias doctrinales. Por eso alertó a sus
compañeros constituyentes de que «si continuamos en discutir la Constitución
tan prolija y ridículamente, no acabaremos en muchos meses lo que tanta
inquietud espera la nación». Al final, los trabajos concluyeron con éxito y el
impaciente Espiga vio su nombre grabado en los anales de la historia. Tras
contribuir a alumbrar «La Pepa», Espiga fue evolucionando hacia posiciones más
conservadoras y, sobre todo, más en línea con lo propugnado por el Papa. Falleció en 1824 en
Tierra de Campos, Palencia.
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