miércoles, 4 de julio de 2012

El "Bom Jesus".- Naufragio en la zona prohibida


Naufragio en la zona prohibida

http://www.nationalgeographic.com.es/2009/09/28/naufragio_zona_prohibida.html

http://www.nationalgeographic.com.es/2009/09/28/los_tesoros_una_antigua_nao_portuguesa.html

 Hace cinco siglos, una embarcación cargada de oro naufragó junto a una playa atestada de diamantes.

Una nave mercante portuguesa se hundió en 1533. No fue hallada hasta 2008, junto a miles de monedas de oro. Conoce el increíble hallazgo a través de las imágenes de Amy Toensing

 

Por Roff Smith
Fotografías de Amy Toensing / Ilustraciones de Jon Foster



diamond


La historia rara vez adopta la forma de una fábula. Pero consideremos lo ocurrido: en el siglo XVI, un navío mercante portugués cargado con una fortuna en oro y marfil navega hacia un famoso puerto especiero de la India. Embestido por una violenta tempestad, se aleja de su rumbo cuando intenta doblar el cabo más meridional del continente africano. Días más tarde, maltrecho y roto, encalla en una misteriosa orilla envuelta en la niebla y salpicada de diamantes, más de cien millones de quilates, una broma cruel para los sueños de riqueza de los marineros. Ninguno de los náufragos regresará a casa.

Esta increíble historia se habría perdido para siempre de no haber sido por el asombroso descubrimiento en abril de 2008 de un barco naufragado en la playa arenosa de Sperrgebiet («zona prohibida» en alemán), una concesión minera de fabulosa riqueza y de acceso restringido perteneciente a la compañía De Beers, cerca de la desembocadura del río Orange, en la costa meridional de Namibia. 

Un geólogo de la compañía que trabajaba en el área minera U-60 encontró lo que en principio le pareció una semiesfera perfecta de piedra. Movido por la curiosidad, la recogió y enseguida la identificó como un lingote de cobre. La extraña marca en forma de tridente que observó en la erosionada superficie resultó ser el sello de Anton Fugger, uno de los banqueros más ricos del Renacimiento europeo. El lingote era del tipo que solía cambiarse por especias en las Indias durante la primera mitad del siglo XVI.

Posteriormente los arqueólogos hallaron nada menos que 22 toneladas de esos lingotes bajo la arena, así como cañones, espadas, astrolabios, marfil, mosquetes y cotas de malla, miles de piezas en total. Y oro, desde luego, oro a puñados: más de 2.000 monedas, en su mayoría excelentes españoles con la efigie de los Reyes Católicos, pero también pequeñas cantidades de monedas venecianas, moriscas, francesas y de otras procedencias, así como portugueses en perfecto estado con el escudo de armas de Juan III.

Es, con diferencia, el pecio más antiguo descubierto en la costa del África sub­sahariana, y el más rico. Su valor económico es incalculable, pero ninguno de sus tesoros ha encendido tanto la imaginación de los arqueólogos como la propia nave naufragada: una nao portuguesa que hacía la ruta de las Indias en torno a 1530, en plena era de los descubrimientos, con su carga de tesoros y artículos comerciales intacta, dormida en la arena durante casi 500 años sin que nadie la tocara ni sospechara de su existencia.

«Es una oportunidad única –dice Francisco Alves, decano de los arqueólogos marinos portugueses y director de arqueología náutica del Ministerio de Cultura–. Sabemos muy poco de aquellos grandes barcos. Éste es sólo el segundo excavado por arqueólogos. Todos los demás fueron saqueados por cazadores de tesoros.»
Los cazadores de tesoros nunca serán un problema aquí, una de las minas de diamantes más vigiladas del mundo. Los directivos de De Beers y los funcionarios del gobierno namibio, que explotan la concesión a través de una empresa de capital mixto llamada Namdeb, suspendieron las operaciones alrededor del lugar del pecio, convocaron a un equipo de arqueólogos y, du­­rante unas pocas y apasionantes semanas extrajeron del suelo historia en lugar de diamantes.

Los expertos tardarán años en estudiar todas las piezas recogidas del Pecio de los Diamantes, como suelen llamarlo. El portugués Filipe Vieira de Castro, coordinador del programa de arqueología náutica de la Universidad Texas A&M, lleva más de diez años estudiando las antiguas naos portuguesas y ha creado modelos informáticos basados en los escasos datos arqueológicos disponibles. «Este pecio ofrecerá nuevas perspectivas en aspectos muy variados, desde el diseño del casco, la arboladura y la evolución de estas embarcaciones, hasta detalles de la vida cotidiana, como la forma de cocinar a bordo o las cosas que los navegantes llevaban consigo», asegura.

Una investigación realizada a partir de los pocos manuscritos que se conservan de la Corona portuguesa ha permitido ensamblar suficientes fragmentos para reconstruir la historia de un viaje olvidado y de un barco desaparecido, cargado de alegórica ironía casi tanto como de oro.

La historia comienza en Lisboa, un día de primavera (viernes, 7 de marzo de 1533 para ser exactos), cuando las naos de la flota que partía ese año hacia la India desplegaron majestuosas las velas y bajaron por el Tajo hasta el Atlántico. Las torres de los castillos se habían engalanado con sedas y terciopelos, y a su paso ondeaban banderas y estandartes. Eran el orgullo de Portugal, los transbordadores espaciales de la época, y emprendían una odisea de 15 meses para traer una fortuna en pimienta y otras especias desde puertos lejanos: Goa, Cochín, Ternate, Mombasa, Zanzíbar, Sofala… Puertos que de pronto se habían tornado familiares gracias al ingenio portugués y a su tecnología de vanguardia.

Las naos que descendieron por el Tajo en 1533 eran sólidas y habían sido dotadas de las mejores prestaciones; dos de ellas, recién botadas, pertenecían al rey. Una era el Bom Jesus, capitaneada por un tal Francisco de Noronha. Llevaba a bordo 300 hombres, entre marineros, soldados, comerciantes, sacerdotes, nobles y esclavos.

Asociar un nombre y una historia a un barco anónimo naufragado hace cinco siglos y hallado en una costa remota requiere una gran labor de investigación y algo más que suerte, sobre todo si se trata de un probable antiguo pecio portugués. Mientras que el Imperio español dejó montañas de documentos referentes a sus viajes de exploración, un catastrófico terremoto, seguido de un maremoto e incendios, arrasó Lisboa en 1755 y hundió en el Tajo la Casa da India, el edificio que albergaba la mayoría de los valiosos mapas, portulanos y registros de navegación.

«El terremoto abrió un hueco en nuestra historia –dice Alexandre Monteiro, arqueólogo ma­­rino que trabaja para el Ministerio de Cultura portugués–. Sin unos archivos de Indias donde buscar, tenemos que idear otras formas más imaginativas para encontrar información.»

En este caso, una pista de vital importancia fueron las abundantes monedas halladas en el pecio, en particular los raros y hermosos portugueses del rey Juan III, que sólo se acuñaron entre 1525 y 1538, y luego se retiraron de la circulación, se fundieron y no volvieron a emitirse. El hallazgo de tantos portugueses nuevos en el naufragio es un firme indicador de que el barco navegó durante ese período de 13 años. Además, la carga de lingotes de cobre indica que la nave se dirigía a la India para comprar especias, y no que hacía el viaje de regreso.

Aunque los registros completos de la Casa da India se perdieron hace mucho tiempo, quedan algunos fragmentos fascinantes en bibliotecas y archivos que sobrevivieron al terremoto de 1755. Entre ellos figuran las Relações das Armadas. Un estudio exhaustivo de esas relaciones de las flotas revela que entre 1525 y 1600 se perdieron 21 naves en el viaje de ida a la India, y sólo una de ellas naufragó en las proximidades de Namibia: el Bom Jesus, que zarpó en 1533 y «se perdió mientras doblaba el cabo de Buena Esperanza».

Otro interesante indicio que apunta al Bom Jesus aparece en una carta hallada por Monteiro en los archivos reales. Fechada el 13 de febrero de 1533, revela que el rey Juan acababa de enviar un emisario a Sevilla para recoger una suma de 20.000 cruzados de oro aportada por un consorcio de comerciantes españoles que había invertido en la flota entre cuyas naves figuraba el Bom Jesus. Los arqueólogos estaban intrigados por la gran cantidad de monedas españolas halladas en el pecio: alrededor del 70% de las piezas de oro eran excelentes españoles, algo inesperado en un buque portugués. «La carta explica el misterio –dice Monteiro–. Parece ser que los inversores españoles tenían una participación inusualmente elevada en la flota de 1533.»

Un raro volumen del siglo XVI llamado Memória das Armadas permite entrever cómo era el Bom Jesus. Editado como una especie de libro conmemorativo, la obra contiene grabados de todas las flotas que partieron a la India año tras año desde que Vasco da Gama inauguró la ruta en 1497. Entre las ilustraciones de 1533 hay una de una nave de dos mástiles con las velas desplegadas que desaparece entre las olas, con el nombre Bom Jesus y un simple epitafio: perdido.

¿Qué pasó entonces? Parece ser que unos cuatro meses después de la majestuosa partida del puerto de Lisboa, la primera flota de 1533 fue alcanzada por una terrible tempestad, que la dispersó. Se conocen pocos detalles. La relación del viaje realizada por el capitán João Pereira, comandante de la flota, se ha perdido. Lo único que se conserva es un documento donde un funcionario da fe de haberla recibido y otro que menciona la desaparición del Bom Jesus en condiciones meteorológicas adversas, cerca del cabo. Es fácil suponer lo que sucedió después. La nave castigada por la tormenta no se pudo librar de las fuertes corrientes y los vientos que soplan a lo largo de la costa sudoccidental de África, y fue empujada cientos de kilómetros hacia el norte. Cuando los matorrales azotados por el viento del desierto de Namib estuvieron a la vista, la infortunada nao topó con un fondo rocoso a unos 140 metros de la orilla. El choque arrancó un buen trozo de la proa, lanzó al mar toneladas de lingotes de cobre y envió a pique al Bom Jesus.

Pero Volvamos al presente, a un yacimiento arqueológico marino algo surrealista. Un puñado de investigadores con sombrero y crema solar excavan los restos de una embarcación hundida que reposa a unos seis metros por debajo del nivel del mar. El océano Atlántico ha sido contenido mediante un enorme dique de tierra, por cuya base se filtra un poco de agua. Cámaras de televisión de circuito cerrado, instaladas en todo el perímetro del yacimiento, vigilan cualquier movimiento, un recordatorio de que a pesar de la emoción del descubrimiento, esto sigue siendo una mina diamantífera. Y se trata además de una mina muy rica, donde podría haber diamantes dispersos en la misma arena que los arqueólogos apartan con sus cepillos.

«De no haber sido por esos lingotes de cobre que hicieron de lastre, no habría quedado nada –dice Bruno Werz, director del Instituto Sudafricano de Arqueología Marítima–. Cinco siglos de olas y tempestades se lo habrían llevado todo.»

Werz y un equipo de investigadores han estado estudiando los restos del pecio, midiendo, fotografiando e inspeccionando milímetro a mi­­límetro el yacimiento con un escáner láser tridimensional de última generación. Uno de sus propósitos es reconstruir los últimos momentos de la nave: un amasijo de restos del casco y del castillo de proa, una maraña de velas, palos y aparejos, todo ello agitado por las olas y arrastrado hacia el norte por la corriente. Los trabajadores de la mina hallaron una enorme polea de madera en la costa a más de cuatro kilómetros de distancia.

¿Y qué fue de los tripulantes?

«Una tormenta invernal en estas costas no es ninguna broma –dice el arqueólogo de Namdeb Dieter Noli, que lleva más de diez años viviendo y trabajando en esta zona del desierto de Namib–. Pudo ser horrible, con vientos de más de 125 kilómetros por hora y enormes olas rompientes. En esas condiciones, debió de ser casi imposible llegar a la orilla. Pero si la tormenta ya había amainado cuando el barco encalló en la costa, en uno de esos días serenos y neblinosos que también solemos tener por aquí, entonces se abren muchas posibilidades interesantes.»

Es posible que así fuera. El descubrimiento de falanges humanas en el interior de un zapato atrapado bajo una masa de maderos indica que al menos una persona no sobrevivió, pero ésos han sido los únicos restos humanos hallados en el pecio. Tampoco hay muchos efectos personales entre las piezas recuperadas. Todo eso hace pensar a los arqueólogos que pese a la destrucción total de la nave cerca de la línea de rompiente, muchos o incluso quizá la mayoría de los tripulantes consiguieron llegar a tierra.

¿Y después, qué pasó? Éste es uno de los lugares más inhóspitos de la Tierra, un deshabitado yermo de arena y matorrales que se extiende cientos de kilómetros. Era invierno. Hacía frío y los hombres estaban empapados, exhaustos y apesadumbrados. No había la menor esperanza de que los rescataran, porque nadie en el mundo exterior sabía que estaban vivos, y menos aún dónde buscarlos. Tampoco había ninguna posibilidad de que algún barco pasara casualmente cerca de la costa, pues estaban lejos de todas las rutas comerciales. Sus probabilidades de regresar a Portugal eran tan remotas como si el naufragio se hubiera producido en Marte.

Aun así, la historia no tuvo por qué acabar mal para los náufragos, según Noli. El río Orange se encuentra apenas unos 25 kilómetros al sur del lugar del naufragio. Es una fuente de agua dulce, cuya vegetación ribereña debieron de ver los hombres desde el barco cuando pasaron a la deriva junto a su desembocadura. También había comida en abundancia: almejas, huevos de aves marinas y cantidades ingentes de caracoles.

Además, los portugueses pudieron encontrarse con los expertos locales en supervivencia. El invierno era la estación en que los cazadores-recolectores conocidos hoy como bosquimanos se aventuraban hacia el norte, siguiendo la costa, con la esperanza de encontrar los restos de alguna ballena franca meridional que ocasionalmente quedan varadas en estas orillas.

La suerte de los portugueses en aquellos en­­cuentros debió de depender de ellos mismos, según Noli. «Si tuvieron la sagacidad de comerciar, en lugar de avasallar, no hay razón para creer que las relaciones no fueran buenas.»

Fuera cual fuese su destino, los supervivientes del Bom Jesus nunca llegaron a imaginar la ironía con que sus plegarias, formuladas tiempo atrás en Lisboa, serían contestadas. Habían partido en un grandioso viaje en pos de fortuna y éxito, y de pronto se encontraban allí, en un paraje de riquezas inabarcables: 300 kilómetros de litoral desértico, tan fabulosamente rico en diamantes de la mejor calidad que a principios del siglo XX un explorador llamado Ernst Reuning hizo una apuesta con un compañero sobre el tiempo que tardaría en llenar una taza con las gemas que encontrara esparcidas por la arena. Tardó sólo diez minutos.

Durante miles de años, el gran río arrastró mi­­llones de diamantes desde depósitos situados a más de 2.700 kilómetros en el interior del continente. Sólo las piedras más duras, brillantes y de mejor calidad, algunas de varios cientos de quilates, sobrevivieron al trayecto. El río las vertió al mar y las olas las devolvieron a la costa, adonde llegaron arrastradas por la misma corriente fría que un día sellaría el destino del Bom Jesus.

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