Naufragio en la zona prohibida
http://www.nationalgeographic.com.es/2009/09/28/naufragio_zona_prohibida.html
http://www.nationalgeographic.com.es/2009/09/28/los_tesoros_una_antigua_nao_portuguesa.html
Hace cinco siglos, una embarcación cargada de oro naufragó junto a una playa atestada de diamantes.
Una nave mercante portuguesa se hundió en 1533. No fue hallada hasta 2008, junto a miles de monedas de oro. Conoce el increíble hallazgo a través de las imágenes de Amy Toensing
La
historia rara vez adopta la forma de una fábula. Pero consideremos lo ocurrido:
en el siglo XVI, un navío mercante portugués cargado con una fortuna en oro y
marfil navega hacia un famoso puerto especiero de la India. Embestido por una
violenta tempestad, se aleja de su rumbo cuando intenta doblar el cabo más
meridional del continente africano. Días más tarde, maltrecho y roto, encalla
en una misteriosa orilla envuelta en la niebla y salpicada de diamantes, más de
cien millones de quilates, una broma cruel para los sueños de riqueza de los
marineros. Ninguno de los náufragos regresará a casa.
Esta
increíble historia se habría perdido para siempre de no haber sido por el
asombroso descubrimiento en abril de 2008 de un barco naufragado en la playa
arenosa de Sperrgebiet («zona prohibida» en alemán), una concesión minera de
fabulosa riqueza y de acceso restringido perteneciente a la compañía De Beers,
cerca de la desembocadura del río Orange, en la costa meridional de Namibia.
Un
geólogo de la compañía que trabajaba en el área minera U-60 encontró lo que en
principio le pareció una semiesfera perfecta de piedra. Movido por la
curiosidad, la recogió y enseguida la identificó como un lingote de cobre. La
extraña marca en forma de tridente que observó en la erosionada superficie
resultó ser el sello de Anton Fugger, uno de los banqueros más ricos del
Renacimiento europeo. El lingote era del tipo que solía cambiarse por especias
en las Indias durante la primera mitad del siglo XVI.
Posteriormente
los arqueólogos hallaron nada menos que 22 toneladas de esos lingotes bajo la
arena, así como cañones, espadas, astrolabios, marfil, mosquetes y cotas de
malla, miles de piezas en total. Y oro, desde luego, oro a puñados: más de
2.000 monedas, en su mayoría excelentes españoles con la efigie de los Reyes
Católicos, pero también pequeñas cantidades de monedas venecianas, moriscas,
francesas y de otras procedencias, así como portugueses en perfecto estado con
el escudo de armas de Juan III.
Es,
con diferencia, el pecio más antiguo descubierto en la costa del África subsahariana,
y el más rico. Su valor económico es incalculable, pero ninguno de sus tesoros
ha encendido tanto la imaginación de los arqueólogos como la propia nave
naufragada: una nao portuguesa que hacía la ruta de las Indias en torno a 1530,
en plena era de los descubrimientos, con su carga de tesoros y artículos
comerciales intacta, dormida en la arena durante casi 500 años sin que nadie la
tocara ni sospechara de su existencia.
«Es
una oportunidad única –dice Francisco Alves, decano de los arqueólogos marinos
portugueses y director de arqueología náutica del Ministerio de Cultura–.
Sabemos muy poco de aquellos grandes barcos. Éste es sólo el segundo excavado
por arqueólogos. Todos los demás fueron saqueados por cazadores de tesoros.»
Los
cazadores de tesoros nunca serán un problema aquí, una de las minas de
diamantes más vigiladas del mundo. Los directivos de De Beers y los
funcionarios del gobierno namibio, que explotan la concesión a través de una
empresa de capital mixto llamada Namdeb, suspendieron las operaciones alrededor
del lugar del pecio, convocaron a un equipo de arqueólogos y, durante unas
pocas y apasionantes semanas extrajeron del suelo historia en lugar de diamantes.
Los
expertos tardarán años en estudiar todas las piezas recogidas del Pecio de los
Diamantes, como suelen llamarlo. El portugués Filipe Vieira de Castro,
coordinador del programa de arqueología náutica de la Universidad Texas
A&M, lleva más de diez años estudiando las antiguas naos portuguesas y ha
creado modelos informáticos basados en los escasos datos arqueológicos
disponibles. «Este pecio ofrecerá nuevas perspectivas en aspectos muy variados,
desde el diseño del casco, la arboladura y la evolución de estas embarcaciones,
hasta detalles de la vida cotidiana, como la forma de cocinar a bordo o las
cosas que los navegantes llevaban consigo», asegura.
Una
investigación realizada a partir de los pocos manuscritos que se conservan de
la Corona portuguesa ha permitido ensamblar suficientes fragmentos para
reconstruir la historia de un viaje olvidado y de un barco desaparecido,
cargado de alegórica ironía casi tanto como de oro.
La
historia comienza en Lisboa, un día de primavera (viernes, 7 de marzo de 1533 para
ser exactos), cuando las naos de la flota que partía ese año hacia la India
desplegaron majestuosas las velas y bajaron por el Tajo hasta el Atlántico. Las
torres de los castillos se habían engalanado con sedas y terciopelos, y a su
paso ondeaban banderas y estandartes. Eran el orgullo de Portugal, los
transbordadores espaciales de la época, y emprendían una odisea de 15 meses
para traer una fortuna en pimienta y otras especias desde puertos lejanos: Goa,
Cochín, Ternate, Mombasa, Zanzíbar, Sofala… Puertos que de pronto se habían
tornado familiares gracias al ingenio portugués y a su tecnología de
vanguardia.
Las
naos que descendieron por el Tajo en 1533 eran sólidas y habían sido dotadas de
las mejores prestaciones; dos de ellas, recién botadas, pertenecían al rey. Una
era el Bom Jesus,
capitaneada por un tal Francisco de Noronha. Llevaba a bordo 300 hombres, entre
marineros, soldados, comerciantes, sacerdotes, nobles y esclavos.
Asociar
un nombre y una historia a un barco anónimo naufragado hace cinco siglos y hallado en una costa
remota requiere una gran labor de investigación y algo más que suerte, sobre
todo si se trata de un probable antiguo pecio portugués. Mientras que el
Imperio español dejó montañas de documentos referentes a sus viajes de
exploración, un catastrófico terremoto, seguido de un maremoto e incendios,
arrasó Lisboa en 1755 y hundió en el Tajo la Casa da India, el edificio que
albergaba la mayoría de los valiosos mapas, portulanos y registros de
navegación.
«El
terremoto abrió un hueco en nuestra historia –dice Alexandre Monteiro,
arqueólogo marino que trabaja para el Ministerio de Cultura portugués–. Sin
unos archivos de Indias donde buscar, tenemos que idear otras formas más
imaginativas para encontrar información.»
En este
caso, una pista de vital importancia fueron las abundantes monedas halladas en
el pecio, en particular los raros y hermosos portugueses del rey Juan III, que
sólo se acuñaron entre 1525 y 1538, y luego se retiraron de la circulación, se
fundieron y no volvieron a emitirse. El hallazgo de tantos portugueses nuevos
en el naufragio es un firme indicador de que el barco navegó durante ese
período de 13 años. Además, la carga de lingotes de cobre indica que la nave se
dirigía a la India para comprar especias, y no que hacía el viaje de regreso.
Aunque
los registros completos de la Casa da India se perdieron hace mucho tiempo,
quedan algunos fragmentos fascinantes en bibliotecas y archivos que
sobrevivieron al terremoto de 1755. Entre ellos figuran las Relações das Armadas. Un
estudio exhaustivo de esas relaciones de las flotas revela que entre 1525 y
1600 se perdieron 21 naves en el viaje de ida a la India, y sólo una de ellas
naufragó en las proximidades de Namibia: el Bom
Jesus, que zarpó en 1533 y «se perdió mientras doblaba el cabo de
Buena Esperanza».
Otro
interesante indicio que apunta al Bom
Jesus aparece en una carta hallada por Monteiro en los archivos
reales. Fechada el 13 de febrero de 1533, revela que el rey Juan acababa de
enviar un emisario a Sevilla para recoger una suma de 20.000 cruzados de oro
aportada por un consorcio de comerciantes españoles que había invertido en la
flota entre cuyas naves figuraba el Bom
Jesus. Los arqueólogos estaban intrigados por la gran cantidad de
monedas españolas halladas en el pecio: alrededor del 70 % de las piezas de oro eran excelentes
españoles, algo inesperado en un buque portugués. «La carta explica el misterio
–dice Monteiro–. Parece ser que los inversores españoles tenían una
participación inusualmente elevada en la flota de 1533.»
Un
raro volumen del siglo XVI llamado Memória
das Armadas permite entrever cómo era el Bom Jesus. Editado como una
especie de libro conmemorativo, la obra contiene grabados de todas las flotas
que partieron a la India año tras año desde que Vasco da Gama inauguró la ruta
en 1497. Entre las ilustraciones de 1533 hay una de una nave de dos mástiles
con las velas desplegadas que desaparece entre las olas, con el nombre Bom Jesus y un simple
epitafio: perdido.
¿Qué
pasó entonces? Parece ser que unos cuatro meses después de la majestuosa
partida del puerto de Lisboa, la primera flota de 1533 fue alcanzada por una
terrible tempestad, que la dispersó. Se conocen pocos detalles. La relación del
viaje realizada por el capitán João Pereira, comandante de la flota, se ha
perdido. Lo único que se conserva es un documento donde un funcionario da fe de
haberla recibido y otro que menciona la desaparición del Bom Jesus en condiciones
meteorológicas adversas, cerca del cabo. Es fácil suponer lo que sucedió
después. La nave castigada por la tormenta no se pudo librar de las fuertes
corrientes y los vientos que soplan a lo largo de la costa sudoccidental de
África, y fue empujada cientos de kilómetros hacia el norte. Cuando los
matorrales azotados por el viento del desierto de Namib estuvieron a la vista,
la infortunada nao topó con un fondo rocoso a unos 140 metros de la orilla. El
choque arrancó un buen trozo de la proa, lanzó al mar toneladas de lingotes de
cobre y envió a pique al Bom
Jesus.
Pero
Volvamos al presente,
a un yacimiento arqueológico marino algo surrealista. Un puñado de
investigadores con sombrero y crema solar excavan los restos de una embarcación
hundida que reposa a unos seis metros por debajo del nivel del mar. El océano
Atlántico ha sido contenido mediante un enorme dique de tierra, por cuya base
se filtra un poco de agua. Cámaras de televisión de circuito cerrado,
instaladas en todo el perímetro del yacimiento, vigilan cualquier movimiento,
un recordatorio de que a pesar de la emoción del descubrimiento, esto sigue
siendo una mina diamantífera. Y se trata además de una mina muy rica, donde
podría haber diamantes dispersos en la misma arena que los arqueólogos apartan
con sus cepillos.
«De no
haber sido por esos lingotes de cobre que hicieron de lastre, no habría quedado
nada –dice Bruno Werz, director del Instituto Sudafricano de Arqueología
Marítima–. Cinco siglos de olas y tempestades se lo habrían llevado todo.»
Werz y
un equipo de investigadores han estado estudiando los restos del pecio,
midiendo, fotografiando e inspeccionando milímetro a milímetro el yacimiento
con un escáner láser tridimensional de última generación. Uno de sus propósitos
es reconstruir los últimos momentos de la nave: un amasijo de restos del casco
y del castillo de proa, una maraña de velas, palos y aparejos, todo ello
agitado por las olas y arrastrado hacia el norte por la corriente. Los
trabajadores de la mina hallaron una enorme polea de madera en la costa a más
de cuatro kilómetros de distancia.
¿Y qué
fue de los tripulantes?
«Una
tormenta invernal en estas costas no es ninguna broma –dice el arqueólogo de
Namdeb Dieter Noli, que lleva más de diez años viviendo y trabajando en esta
zona del desierto de Namib–. Pudo ser horrible, con vientos de más de 125 kilómetros
por hora y enormes olas rompientes. En esas condiciones, debió de ser casi
imposible llegar a la orilla. Pero si la tormenta ya había amainado cuando el
barco encalló en la costa, en uno de esos días serenos y neblinosos que también
solemos tener por aquí, entonces se abren muchas posibilidades interesantes.»
Es
posible que así fuera. El descubrimiento de falanges humanas en el interior de
un zapato atrapado bajo una masa de maderos indica que al menos una persona no
sobrevivió, pero ésos han sido los únicos restos humanos hallados en el pecio.
Tampoco hay muchos efectos personales entre las piezas recuperadas. Todo eso
hace pensar a los arqueólogos que pese a la destrucción total de la nave cerca
de la línea de rompiente, muchos o incluso quizá la mayoría de los tripulantes
consiguieron llegar a tierra.
¿Y
después, qué pasó? Éste es uno de los lugares más inhóspitos de la Tierra, un
deshabitado yermo de arena y matorrales que se extiende cientos de kilómetros.
Era invierno. Hacía frío y los hombres estaban empapados, exhaustos y
apesadumbrados. No había la menor esperanza de que los rescataran, porque nadie
en el mundo exterior sabía que estaban vivos, y menos aún dónde buscarlos.
Tampoco había ninguna posibilidad de que algún barco pasara casualmente cerca
de la costa, pues estaban lejos de todas las rutas comerciales. Sus
probabilidades de regresar a Portugal eran tan remotas como si el naufragio se
hubiera producido en Marte.
Aun
así, la historia no tuvo por qué acabar mal para los náufragos, según Noli. El
río Orange se encuentra apenas unos 25 kilómetros al sur del lugar del
naufragio. Es una fuente de agua dulce, cuya vegetación ribereña debieron de
ver los hombres desde el barco cuando pasaron a la deriva junto a su
desembocadura. También había comida en abundancia: almejas, huevos de aves
marinas y cantidades ingentes de caracoles.
Además,
los portugueses pudieron encontrarse con los expertos locales en supervivencia.
El invierno era la estación en que los cazadores-recolectores conocidos hoy como
bosquimanos se aventuraban hacia el norte, siguiendo la costa, con la esperanza
de encontrar los restos de alguna ballena franca meridional que ocasionalmente
quedan varadas en estas orillas.
La
suerte de los portugueses en aquellos encuentros debió de depender de ellos
mismos, según Noli. «Si tuvieron la sagacidad de comerciar, en lugar de
avasallar, no hay razón para creer que las relaciones no fueran buenas.»
Fuera
cual fuese su destino, los supervivientes del Bom Jesus nunca llegaron a imaginar la ironía con
que sus plegarias, formuladas tiempo atrás en Lisboa, serían contestadas.
Habían partido en un grandioso viaje en pos de fortuna y éxito, y de pronto se
encontraban allí, en un paraje de riquezas inabarcables: 300 kilómetros de
litoral desértico, tan fabulosamente rico en diamantes de la mejor calidad que
a principios del siglo XX un explorador llamado Ernst Reuning hizo una apuesta
con un compañero sobre el tiempo que tardaría en llenar una taza con las gemas
que encontrara esparcidas por la arena. Tardó sólo diez minutos.
Durante
miles de años, el gran río arrastró millones de diamantes desde depósitos
situados a más de 2.700 kilómetros en el interior del continente. Sólo las
piedras más duras, brillantes y de mejor calidad, algunas de varios cientos de
quilates, sobrevivieron al trayecto. El río las vertió al mar y las olas las
devolvieron a la costa, adonde llegaron arrastradas por la misma corriente fría
que un día sellaría el destino del Bom
Jesus.
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