viernes, 2 de noviembre de 2012

Cómo unas municipales derribaron la monarquía

 Cómo unas municipales derribaron la monarquía

http://www.diazvillanueva.com/2012/07/como-unas-munic.html

Fernando Díaz de Villanueva, 10 de julio de 2012
Alfonso-XIII-vaquer.jpgLas elecciones más decisivas de la Historia de España fueron unas municipales que se celebraron el 12 de abril de 1931. Se convocaron para renovar los concejales de todos los ayuntamientos y terminaron provocando una reacción en cadena que, en sólo dos días, trajo la proclamación de la Segunda República, marcando con ello el fin de la Restauración, el régimen más longevo de la historia contemporánea de España. 

El origen de un vuelco tan extraño y repentino hay que buscarlo quince meses antes. En enero de 1930 Primo de Rivera presentó su renuncia al Rey. El dictador consideraba que su etapa al frente del Gobierno tocaba a su fin, que España ya no le necesitaba y que había llegado la hora de volver a la monarquía parlamentaria interrumpida bruscamente en septiembre de 1923. Lo cierto es que Primo estaba hasta la coronilla de tanta intriga y tanta traición, empezando por la del propio monarca, que le había borboneado sin piedad durante años.

Más que dimitir, le dimitieron desde el Palacio Real. El Rey tenía ya a Primo como un lastre que, en su momento, había sido de gran utilidad para acabar con la conflictividad social y poner punto final a la guerra de Marruecos tras el innombrable desastre de Annual. Hecho aquello, a esas alturas lo único que traía el temperamental militar era mala fama a la monarquía y al mismo sistema de turno, que el propio monarca había dinamitado asumiendo el golpe del 23.
El problema es que los años de Primo habían sido el entierro de facto de ese sistema en el que ya casi nadie creía. El Rey encargó gobierno a otro militar, el general Dámaso Berenguer, que tenía tan poca voluntad de poder que los españoles pronto bautizaron su Gobierno como la “dictablanda”. Berenguer no quería problemas y la otrora incontestable dictadura de Primo se transformó en un circo al que le crecían los enanos a toda prisa. En diciembre de ese año se produjeron dos sublevaciones militares de corte republicano: una en el aeródromo madrileño de Cuatro Vientos y otra en el destacamento pirenaico de Jaca.

El Rey aceptó la espantada de Berenguer un año después de su nombramiento y colocó en su lugar al Almirante Juan Bautista Aznar, un marino de 70 años que, a decir de Maura, “procedía geográficamente de Cartagena y políticamente de la luna”. Y era en la luna donde demostraba estar el Rey. España seguía siendo monárquica, aunque fuese por pura inercia, pero las ciudades habían dejado de serlo. Los intelectuales, y no sólo los socialistas, apelaban a la República. El moderado Ortega hablaba de destruir la monarquía. Otros, de derechas e izquierdas, pactaban un programa de mínimos para llegar cuanto antes a una República burguesa que regenerase el sistema de la Restauración, al que todos ya daban por periclitado.

En el Gobierno se sabía del malestar generalizado entre los intelectuales y el envalentonamiento de los republicanos. Para neutralizarlo y sortear la crisis de legitimidad de la monarquía, Aznar planteó tres convocatorias electorales que le devolviesen la credibilidad al régimen y sofocasen el brote republicano por la vía de los hechos. La primera, a celebrar el 12 de marzo, cambiaría la cara a los ayuntamientos. La segunda, prevista para el 3 de mayo, renovaría las diputaciones provinciales. Por último, a modo de remate, en junio se celebrarían elecciones a Cortes Constituyentes, encargadas de redactar la nueva Constitución, que habría de sustituir a la de 1876.

Sólo se pudo llegar al primero de los comicios previstos para aquella primavera. Los candidatos monárquicos arrasaron en los pueblos, pero perdieron en las capitales. En algunas ciudades como Madrid y Barcelona salieron elegidos tres o cuatro concejales republicanos por cada monárquico. De las cincuenta capitales de provincia sólo diez quedaron en manos de un alcalde afín a la monarquía. En el resto del país, sin embargo, el panorama era el opuesto. La España rural seguía siendo monárquica hasta el tuétano. Los republicanos se apresuraron a decir que aquellos eran “burgos podridos” repletos de analfabetos donde mandaba el cacique y el cura. Evidentemente un análisis tan simple no era del todo cierto. 

A pesar de que las municipales no eran un plebiscito sobre la República y de que el cómputo global favorecía a los monárquicos, las altas esferas del poder se empezaron a inquietar tras conocerse los primeros resultados. Aznar dimitió, la camarilla del Rey se replegó sobre sí misma dando por hecho que las elecciones marcaban indefectiblemente el fin de la monarquía. Nadie quería asumir el mando. Romanones pensó que lo mejor era tirar la toalla y buscar una salida digna para el monarca antes de que un comité de republicanos viniese a apresarlo a Palacio.

Eran simples ensoñaciones, el Rey no corría ningún peligro y el país estaba tranquilo. Entonces los líderes republicanos, sabedores de la debilidad del Rey, sacaron a la gente a la calle el día 14 por la mañana. El que había transmitido a los republicanos la voluntad de irse que tenía el Rey era el propio Romanones, que horas antes había hablado con Alcalá-Zamora para garantizar la seguridad e integridad de la real persona. Una información que el comité revolucionario supo utilizar a tiempo para cubrir de legitimidad la proclamación de facto de la República.

En algunos lugares como la pequeña ciudad guipuzcoana de Éibar la República ya había sido proclamada horas antes. Alfonso XIII, un hombre de sólo 44 años enjuto y temeroso, envejecido prematuramente por el tabaco e incontables vicios públicos y privados, un hombre que había nacido Rey, que había recibido la Corona de España como un regalo con poco más de 15 años, se acojonó, literalmente, y puso tierra de por medio.

Las elecciones municipales habían sido una simple excusa que había sacado a la luz la cobardía de la camarilla del monarca y la carcoma de un régimen en el que ya no creían ni sus garantes. Luego resultó que la República que tan alegremente se celebraba aquel día por las calles de todas las ciudades españolas era peor que cualquier momento de la difunta monarquía. Peor e infinitamente más inestable. La Restauración, con todas sus pegas –que las tuvo, y muchas–, había durado más de medio siglo. La República sólo conseguiría mantenerse en pie cinco años y desembocaría en una guerra civil. 

El problema de los republicanos es que la República les había tocado en una rifa. Además cada uno de ellos quería una República a su medida, sino se rompía la baraja, que es lo que terminó sucediendo. Eso, claro, no se podía ni imaginar aquel 12 de abril, víspera electoral de la proclamación de una República que nunca estuvo en el menú.

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