Rocroi, 1643: donde los Tercios perdieron todo menos el honor y la gallardía
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Manuel de la Fuente (Madrid, 1 de febrero de 2013)
A pesar de la dura derrota, nuestra gente se portó con tal bravura que hasta los franceses se la reconocieron
En Rocroi nos
dieron lo nuestro, pero aun despanzurrados y descoyuntados nosotros también les
dimos lo suyo, exactamente hasta la última gota de sangre. Han pasado
trescientos setenta años desde que las tierras de Rocroi fueran regadas
tan generosamente por los nuestros con un derroche de vidas, valor y gallardía
como pocas veces se han conocido.
Fue allá en Rocroi, entre
Francia y Bélgica, sí, en las Ardenas, justo donde los norteamericanos se
enfrentaran hace siete décadas con una terrible contraofensiva nazi, donde
nuestros Tercios lo perdieron todo menos el honor y la gallardía.
Hasta el último suspiro, cuando sus cuerpos ya estaban martirizados por heridas
y magulladuras sin número, resistieron nuestros compatriotas, aquellos
españolazos que a miles de kilómetros de su Patria (tanto la chica como la
grande) consiguieron que con su sangre, su sudor y sus lágrimas (los hombres
valientes no temen llorar) que en España no se pusiera el sol durante
larguísimos y gloriosos años. Ardor
guerrero legendario, que ni cuando se nos pusieron más que tiesas perdimos.
Pero el día no había amanecido,
ni siquiera la del alba sería, cuando aquel 19 de mayo de 1643, y en la
dicha Rocroi (que teníamos sitiada, prestos ya para el asalto) la gabachada
innumerable se lanzó, cuentan que al hilo de las tres de la madrugada, contra
nuestros paisanos.
Mandaba a los franceses Luis II de Borbón-Condé, Duque de Enghien,
y a la tropa hispana el caballero de origen portugués Francisco de Melo, a la sazón entonces Capitán
General de los Tercios
de Flandes, que esperaba la llegada del apoyo de Jean de Beck. Durante
seis larguísimas y dantescas horas, veintipicomil contra otros veintipicomil
por cada lado, se clavaron picas, espadas, lanzas, hubo arcabuzazos, balas de
cañón, caballos destripados, heridas espantosas, legiones de héroes sobre el
polvo, mandoblazos, estacadas, puñadas y puñaladas, orina y barro... y una
gigantesca legión de muertos por ambas partes. Pocos, aunque los hubo pero
apenas ninguno con un apellido de los nuestros, rechazó aquel terrible envite
de la Historia. Allí había que dejarse la piel y las entrañas y a fe que los
españoles de aquellos Tercios memorables se la dejaron.
El cruel tablero de Rocroi
Pero pongámonos ya de una vez sobre cruel
tablero de la terrible partida de Rocroi. Cuentan las crónicas que el flanco
izquierdo franchutón lo comandaba La Ferté, que el centro lo capitaneaba
L'Hôpital, y que a la derecha se situaba un tal Gassion. La retaguardia, a las
órdenes del Marqués de Sirot.
Los nuestros pensaban en principio que
los franceses se disponían a reforzar la ciudad y que al menos de momento no
pensaban en una batalla a campo abierto. Así que nuestros paisanos colocaron a
los temibles Tercios españoles en vanguardia, el privilegio que se
habían ganado peleando como fieras durante décadas, mientras que los
mercenarios valones y alemanes formaban la retaguardia dirigidos por el Conde
Paul-Bernard de Fontaine, un tipo de Lorena, es decir, francés, de sesenta y
seis años entonces, pero que servía al rey de España lo mejor que Dios le daba
a entender.
En tanto, la caballería imperial se
situaba en los flancos. El derecho, repleto de tropa alsaciana a las órdenes
del Conde de Isenburg, mientras que la jinetería
flamenca, mandada por el Duque de Alburquerque quedaba a la izquierda y,
por delante de todos, la artillería.
Por supuesto y no siempre con lealtad, a
lo largo de los siglos se han escrito crónicas y cronicones de esta batalla. Se
ha dicho y escrito de todo, pero el transcurso de la Historia ha ido aclarando
muchas cosas y dando las pistas suficientes para que hoy se pueda construir
bastante aproximadamente el relato de aquella carnicería.
Los franceses encabalgaron,
picaron espuelas y se lanzaron al galope con fuerza nutrida contra nuestra ala
derecha. Se las veían muy felices, banderas al viento, espadas afiladas en la
noche, pero de pronto dieron con una nutrida hueste de arcabuceros imperiales
envalentonados sobre una pequeña colina. La pólvora española cayó como un
rayo sobre la caballería francesa, haciéndole importantes desperfectos.
Para rematarlos llegaron al galope los centauros flamencos mandados por
Alburquerque, que tras repartir sablazos y lanzadas se lanzaron hacia la
artillería gabacha a la que robaron varias piezas.
Estrategas a posteriori
Cuentan expertos estrategas (a sabiendas
y a posteriori, claro) que tal vez entonces, desorganizados y maltrechos los
franceses, nuestro jefe, el tal Melo, debió jugarse entonces el todo por todo y
dar cumplido finiquito del enemigo. Pero no lo hizo, mientras sí que anduvo presto
y atinado el jefe de los galos, Enghien, que supo restablecer el orden
en sus líneas y pasar al contraataque y consiguió hacer mucho mal entre nuestra
gente.
Muchos españoles dejaron allí mismo esta
tierra, otros se retiraron a toda la velocidad que les permitieron sus fuerzas,
mientras el Duque de Alburquerque resistía al frente de sus jinetes como
un toro, que ese apellido siempre ha sido de confianza y de genial cabalgar
como mucho tiempo después demostraría en nuestros hipódromos uno de los
herederos de este Duque, el también Duque de Alburquerque, decimoctavo
de la estirpe, genial jinete llamado Beltrán de Osorio, y a la sazón fiel escudero de Don
Juan de Borbón durante toda su vida.
Pero hora es de volver al campo de
martirio de Rocroi, allí donde Marte quiso vestir sus mejores pero siempre
siniestras ropas de combate.
El siguiente y terrible embate de los
franceses comandado por Gassion vino a dar contra buena compaña de nuestra leal
infantería en forma de varios escuadrones. La lucha fue cuerpo a cuerpo y hasta
diríamos que alma contra alma. En ella se nos fueron un buen puñado de
españoles de a pie, de corazón sublime, y también algunos de sus capitanes,
como el Conde de Fontaine y oficiales como el Conde de Villalba y Antonio de
Velandia, denodados comandantes de Tercio hasta ese día que firmaron el
último contrato, el que se sella ante la Parca, en aras de la amada España.
Las cosas se estaban poniendo más
que feas en nuestro costado izquierdo y el propio general en jefe, Francisco de
Melo, se lanzó al galope hacia allí a fin de recomponer la situación, mientras
los franchutes caían sobre la retaguardia española, nutrida de alemanes y
valones, y producían en ella un gigantesco escarmiento. Heridos, muertos,
prisioneros componían un gigantesco cambalache de espanto.
Ya no quedaba zona en el campo de Rocroi
donde no se combatiera hasta el último aliento. Franceses y españoles
demostraban sobre el campo con su sangre y con sus generosísimas agallas porque
eran naciones a las que temer cuando hay una zurra de por medio. Allí, en
Rocroi, hasta los jefes caían prisioneros, como el gabachón de La Ferté. Otro
de los comandantes principales, La Barre, pasó allí mismo a mejor vida,
mientras L’Hôpital también resultaba herido y el propio Capitán General en
aquel día, Enghien, no daba abasto para poder animar a su tropa, ahora aquí,
luego allá, luego acullá. Pero por muy españoles que seamos, y no olvidemos
nunca lo del Dos de Mayo, hay que reconocer que aquel franchute de
Enghien los tenía bien puestos.
Y no pequeños. Se la jugó en
aquel momento de la batalla. Tiró de las bridas de lo que le quedaba de
caballería y allí que se fue contra los adentros del ejército español,
hincándole una terrible colmillada en su centro y aislando de paso a los Tercios españoles de los aliados extranjeros. Estábamos
jodidos. La caballería de Isenburg, desparramada, los Tercios italianos
huyendo en desbandada y Melo, que desde luego no tuvo su día, esperando que
llegaran los supuestos refuerzos mandados por Beck, que tampoco sale muy bien
parado de esta mañana, pues algunos cuentan que llegó a tiempo pero al
enterarse de que las cosas iban de mal en peor no se metió en faena, mientras
otros aseguran que apareció en la lid cuando ya nada se podía hacer.
A Melo lo pillan in fraganti
A Melo casi lo pillan in fraganti los
franceses, aunque pudo cobijarse junto a una tropa de un Tercio italiano que no
hacía otra cosa que salir por piernas cada vez que aparecían los gabachos. Los
nuestros, mientras tanto, reunieron las pocas huestes que quedaban más o menos
ilesas, pero llenas la mar de los casos de costurones, tajos, golpazos, y se
unieron formando un gran rectángulo con las picas trabadas y los mosquetones
preparados, unidos en un solo cuerpo como ya hicieran las falanges macedónicasmuchos siglos atrás. A
las primeras y mientras fue posible tiraron de la mosquetería y resquebrajaron
los primeros ataques franceses, hasta el punto de que casi le destapan la
sesera al generalísimo Enghien, que recibió un disparo en la coraza y besó
el suelo de Rocroi, pues su caballo quedó allí mismo hecho trizas.
Reconozcamos que también la
gabachada estuvo a la altura de las circunstancias, y a pesar de la bravura de
nuestros compatriotas volvían a la carga una y otra vez. Erre que erre. Y allí
ya no se hablaba de pólvora, arcabuces ni mosquetes. Había llegado la hora
de que el acero dirimiera quién había de llevarse la victoria. Cuerpo a
cuerpo, cuchillada va, estocada viene, españoles y franceses se mataron a
conciencia. Tras varios asaltos y acometidas, tan solo quedaban en pie algunos
veteranos de los Tercios de Garcíez y Villalba, que ya, con las armas melladas,
se defendían a mordiscos, hincándole las ponzoñosas dentaduras a cualquier cosa
que por allí oliera a francés. Sin embargo, llegaba el final.
Y sobre este punto, los historiadores,
cuatro siglos después, aún siguen discrepando. Parece ser no obstante que el
astuto Enghien ofreció una negociación honrosa a nuestra gente, antes de que
las cosas pudieran darse la vuelta por la llegada de los refuerzos. Se asegura
que generoso, el adalid francés ofreció respetar la vida y libertad de los
todavía supervivientes, dejarles ondear sus banderas y portar sus armas, e
incluso si querían tomar el camino de la amada España tenderles un puente de
plata.
Sin cañones, pero al pie del cañón
«Rocroi, el último tercio»,
Galland Books
Algunos de los nuestros aceptaron. Pero
otros no y siguieron al pie del cañón, aunque cañones, lo que se dice cañones,
no nos quedaba ni uno. Finalmente, tuvieron que rendirse pero no perdieron el
honor ni el orgullo, y los franceses siguieron fieles a sus generosas ofertas
de rendición. Cinco mil de los nuestros ya nunca volverían a ver nuestro
sol, ni nuestra tierra, para siempre quedaron, desaparecidos pero
inmortales, en las arenas de Rocroi. A pesar del destrozo, los Tercios todavía
darían mucha guerra, y obtendrían victorias resonadas y resonantes como la de
Valenciennes, también ante el francés.
Para la historia, quizá mejor para la
leyenda, ha quedado la respuesta de un superviviente de los nuestros cuando fue
preguntado por un oficial francés sobre la cuantía de nuestra gente en Rocroi. «Contad
los muertos», le contestó aquel español gallardo, honroso hasta en las
últimas. Zurramos y nos zurraron. Perdimos la batalla, sí, pero no perdimos
la vergüenza.
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