La huella de Al-Mutamid en Sevilla
Día 28/06/2013
Cuando los reinos de taifas, hubo un monarca poeta que hizo florecer la cultura en la Ishbiliya musulmana
Cuenta la leyenda que el rey de la taifa de Sevilla, Al-Mutamid, se encontraba paseando por las orillas del Guadalquivir jugando a improvisar rimas con su favorito, Ibn Ammar. Entonces, sobre el río se levantó una brisa que hizo inspirarse al monarca, que dijo…
–El viento teje lorigas en las aguas.
Esperando la respuesta de Ammar, una voz femenina de una muchacha escondida entre los juncos, completó la rima:
–¡Qué coraza si se helaran!
Se trataba de Rumaikiyya, una esclava de la que Al-Mutamid quedó prendado en ese mismo instante, y a la que llevó a su palacio e hizo su esposa hasta el fin de los días del rey de Sevilla, ciudad que la conoció como la Gran Señora.
Esta historia es la cristalización del amor de Al-Mutamid, el rey poeta, por Ishbiliya, a la que cantó como si fuera una hermosa mujer que había conquistado. Y es que no era un rey al uso, de hecho indignó a los ortodoxos del Corán puesto que había convertido su reinado en «un oasis de cultura y placer», según los historiadores.
Buscando las huellas del soberano en la ciudad, desde los almorávides a los almohades, encontramos dentro de las murallas edificios como el Alcázar o mezquitas como la que reposa bajo los restos de la actual parroquia de San Andrés. Fuera de las murallas, el Palacio y Jardines de la Buhaira o el castillo de Alcalá de Guadaíra.
El Alcázar de la Bendición
Tras la conquista musulmana, en el año 712, el Alcázar tomó
forma como fortificación palaciega, y ya desde entonces fue utilizado
como residencia de los reyes. Abd-al-Rahman III, en el 913, terminó de fortificarlo y, en en siglo XI, Al.Mutamid levantó el que llamó Alcázar de la Bendición.
De este recinto que construyó el rey poeta, sólo se conserva el Patio del Yeso
o Patio Islámico, que apenas mantiene las estancias del antiguo palacio
almohade que se disponían a su alrededor. Como recoge el Centro Virtual
Cervantes en una publicación, del ala occidental únicamente quedan
restos del arco de acceso. El pórtico meridional, el mejor conservado,
consiste en un gran arco central de lambrequines flanqueado por otros
tres menores y rematados con paños de sebka. Tras él se dispone una sala
rectangular y, en el lado norte, sólo subsisten tres arcos de herradura
enmarcados por un alfiz, con decoración pintada en origen, y sobre
ellos tres pequeños vanos de ventilación. En el centro del patio hay una
alberca que conserva en su fondo restos de la primitiva, más larga y
estrecha que la actual.
La huella de Al-Mutamid en el Alcázar también se aprecia en el salón de los Embajadores, que se levantó sobre el salón del trono de su palacio. En aquella época, era conocido como la sala de las Pléyades,
donde reunía el monarca a los poetas de su corte. Gracias a los poemas
de Al-Mutamid nos ha llegado hasta nuestros días la descripción de esta
sala de Al-Turayyá, construida por el rey para estudiar las constelaciones:
«El
palacio de al-Mubárak llora sobre las huellas de Ibn Abbad como llora
sobre las de las gacelas y leones. Su al-Turayyá llora y sus estrellas
ya no están sumergidas por las lluvias vespertinas y matinales
provocadas por el naw de las Pléyades. (…)Quisiera saber si pasaré
todavía otra noche teniendo delante y detrás de mí un jardín y un
estanque. Sobre una tierra que hace crecer los olivos, que transmite
nobleza, en la que se arrullan las palomas y gorgojean los pájaros».
Los almorávides destruyeron gran parte de esta sala de
Al-Turayyá, aunque se conservan algunas señales y pinturas de aquella
estancia que sirvió para estudiar las estrellas. Hoy, nos encontramos
con un pabellón cubierto por una cúpula decorada con lacerías doradas,
simulando el cielo.
Otra de las estancias que recuerdan a Al-Mutamid es el Patio de las Muñecas,
con una imponente yesería y una galería de arcos de medio punto
sustentados en columnas con fustes negros y rosados. Según parece, el
rey mandó traerlos de Córdoba.
La Buhaira
En las afueras de Ishbiliya, había una laguna que los árabes llamaban «albuhayra».
Allí encontró Al-Mutamid un lugar para residir lejos de su corte, y
levantó a las orillas de esta laguna un palacio del que hoy se conservan
algunos restos.
El Palacio de la Buhaira disponía de una zona ajardinada que se regaban gracias al agua de los Caños de Carmona. Desde el Aljarafe –que significa «tierra fértil» en árabe– trajeron olivos, vides y frutales exóticos.
Actualmente, se conserva el pabellón nazarí llamado Santa
María de los Ángeles, las ruinas del antiguo palacio de la Buhaira, la
alberca, la puerta de San Agustín, la calle Nueva, la portada de las
Almenas y la de Tejaroz.
Este espacio da nombre a una de las avenidas principales de Sevilla, trazada no sin gran controversia en tiempos del alcalde Manuel del Valle
cuando decidió que la vía urbana atravesara el conjunto monumental de
la Buhaira, que había pervivido olvidado pero completo hasta entonces.
Murió con su corazón en Sevilla
El final de Al-Mutamid llegó en el año 1090. Dos años
antes, el rey poeta que hizo florecer el carácter cultural de la ciudad,
se dirigió en persona a Marrakech para pedir a Yusuf que acudiera en ayuda de los musulmanes en Al-Ándalus, que se encontraba asediada por las tropas de Alfonso VI. Lo que ocurrió es que los almorávides acudieron, pero no sólo combatieron a los cristianos, sino que reconquistaron los reinos de taifas, acabando con el reinado de Al-Mutamid, que fue depuesto en 1090 y desterrado a África, donde murió en Agmat (Marruecos).
Cuentan que las mujeres de Ishbiliya se arañaban la cara al ver partir cautivo a un rey al que no se le respetó su último deseo: morir en Sevilla, como él mismo escribió cuando se encontraba encadenado:
«Se
enroscan en mi pierna como una víbora/ me muerden con dentelladas de
león./ ¡Mira, aunque tus grilletes estuviesen cubiertos de pelo,/ mis
palmas y mis muñecas arderían!/ Yo era aquel que con su riqueza o con su
espada/ llevaba a los hombres al Paraíso o al Averno./ O aquellas que
nos hablan de la añoranza perdida:/ ¡Dios decrete en Sevilla la muerte
mía,/ y allí se abran nuestras tumbas en la Resurrección».
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