Belchite: un viaje al horror de la Guerra Civil
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14 de Julio de 2013
- 19:39:08 - Carmelo Jordá
Bastaron catorce días del
calurosísimo verano de 1937 para reducir Belchite,
entonces una próspera localidad de unos 5.000 habitantes, a un monumental amasijo de escombros y cadáveres.
Ocurrió entre el 24 de agosto y
el 6 de septiembre: el pueblo grande, o la pequeña ciudad, tuvo la mala suerte
de quedar atrapado en una de las ofensivas republicanas más importante hasta la
fecha: el ataque sobre
Zaragoza.
Según algunas fuentes, la
resistencia de Belchite, y sobre todo el empecinamiento de los republicanos en
tomarla, fue uno de los factores para que la ofensiva principal fracasase;
según otras, fue precisamente fracaso en la toma de Zaragoza lo que hizo al
Ejército Popular tornar sus ojos sobre Belchite, como una operación
propagandística que sirviese para camuflar el fiasco.
Fuese por la razón que fuese, lo
cierto es que en Belchite
la batalla tuvo una crueldad extrema: miles de atacantes y
miles de defensores se batieron calle por calle y casa por casa en mitad de un
calor infernal y con centenares de cadáveres pudriéndose en las calles. Al
menos así es como lo cuentas la mayor parte de las crónicas.
Paisaje tras la batalla
Bien fuera porque el más que
lamentable estado en el que quedó lo hacía aconsejable, bien como dijo la
propaganda oficial para dejar constancia de la "barbarie roja", el
caso es que Belchite no fue
reconstruido tras la guerra, sino que se levantó de la nada un
nuevo pueblo justo al lado de las ruinas que pasaron a llamarse Belchite viejo.
Así que hoy, más de 75 años
después, podemos recorrer lo que quedó del pueblo como un espectral museo de los horrores de la guerra,
más realista por cuanto que no es tal, sino el lugar donde todo ocurrió y la
mejor muestra de lo que puede llegar a ser una batalla.
Llegué a Belchite después de
haber pensado el viaje varias veces en las que, por una u otra razón, no había
tenido la oportunidad de hacerlo. Es decir, que tenía muchas ganas de conocerlo
y, por tanto, las expectativas muy altas. Y no me defraudó, todo lo contrario.
En primer lugar por la
extensión, uno espera encontrarse dos o tres calles, o un pueblo mucho más
pequeño, pero la extensión de Belchite es importante: lo que debía ser su calle
principal tiene quizá un kilómetro de longitud, y a su alrededor las ruinas se extienden por una
superficie notable, en la que podemos ver el esqueleto de lo
que fue una población importante, por la que valía la pena morir y matar.
El tamaño de Belchite y su
ubicación en el mapa hacían que en muchas partes del pueblo no se viese nada
que no fuesen casas destrozadas, muros caídos y cascotes, muchos cascotes,
jalonando nuestro camino aquí y allá, siendo el único testimonio de lo que fue
una casa o saliendo por la puerta de madera de una vivienda, como si el
edificio hubiese colapsado ayer y no hace 75 años.
Era un día frío de febrero, muy
nublado, ventoso, desagradable y, sobre todo, entre semana, así que recorrí el
pueblo prácticamente en
soledad, con la única compañía de un amigo con el que viajaba.
Así que mi amigo y yo
caminábamos entre las ruinas, haciendo fotos y sin hablar mucho, porque poco se
podía decir y, sobre todo, porque nos sentíamos un tanto sobrecogidos, uno de
los sentimientos que Belchite transmite al que lo conoce. Otros son la
sorpresa, la pena y el malestar,
un profundo malestar.
Y es que, al fin y al cabo, toda
esa destrucción la causamos nosotros. No, no es que sea yo de los que tienen
mala conciencia retrospectiva por cosas en las que no he tenido nada que ver
–ni por la Guerra Civil, ni por la Conquista de América, ni por el hambre en el
mundo, soy así de insensible- pero sí que es cierto que el hecho de saber que
los que allí morían y mataban eran compatriotas hace que te enfrentes al lugar
con otra perspectiva: es mucho más
difícil mantenerse indiferente.
Leo que quizá ahora no
puedan hacer la visita al buen tuntún, como la hicimos mi amigo y yo,
seguro que aprenden más si cuentan con un buen guía, y entiendo las razones de
seguridad que explican la medida, pero muchas veces pienso que lugares como Belchite son para conocerlos
a solas, para enfrentarse a ellos, sin otro equipaje que tu
propia capacidad de observación y, sobre todo, tu propia conciencia.
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