lunes, 28 de octubre de 2013

Piratas contra España



Tras el descubrimiento de América en 1492 se ampliaron los límites del orbe y las riquezas del Nuevo Mundo abarrotaron las bodegas de los galeones españoles. Aquello despertó la codicia de piratas y corsarios, financiados en muchos casos desde las cancillerías de otras potencias europeas de la época. Entonces se escribieron algunos de los capítulos más fascinantes de nuestra historia. Disfruta de este auténtico relato de aventuras que te ofrecemos... Por: José Luis Hernández Garvi
 
El paso del tiempo nos impide conocer dónde y cuándo se produjo el primer ataque pirata del que fue víctima un galeón español. Las aguas de las costas de Cuba, las del Yucatán y las que rodeaban la península de la Florida, eran rumbos frecuentados por los barcos que zarpaban de América con valiosas cargas, presas fáciles y desprevenidas que sufrían el ataque por sorpresa de los piratas que merodean en aquellos mares. Las preocupantes noticias que empezaban a llegar a la Corte y que hablaban de apresamientos provocaron temor y preocupación.

Pronto se harían conocidos los nombres de algunos de los capitanes de origen francés que los habían protagonizado. Jean Terrier y François Le Clerc, este último más conocido por el sobrenombre de Pata de Palo, ocuparon un lugar de honor entre los primeros, dirigiendo a sus hombres en abordajes a barcos aislados o que habían quedado separados de una flota por culpa de un temporal. También adquirió siniestra fama un pirata holandés llamado Cornelius Jol, que en un gesto de vanidad había latinizado su nombre para darse más importancia, famoso por su fortuna a la hora de elegir galeones cargados de tesoros.

Jean Fleury: el pirata francés contra los galeones de Carlos V
 
Entre esta galería de personajes patibularios destacó Jean Fleury, nombre afrancesado que ocultaba sus orígenes italianos. Capitán al servicio del marino y armador Jean D´Ango, amigo personal del rey Francisco I de Francia, Fleury protagonizó uno de los ataques más espectaculares y provechosos de aquella primera época. Tras la conquista del Imperio Azteca, Hernán Cortés reunió un fabuloso botín compuesto por piezas de oro y plata, piedras preciosas, perlas y objetos suntuosos. Convertido en un hombre inmensamente rico, Cortés tuvo que separar de ese tesoro una parte que entonces era conocida como quinto del rey, tributo que se pagaba al monarca y que correspondía a la quinta parte de lo que se hubiera descubierto. Los capitanes Antonio de Quiñones y Alonso de Ávila, junto con el tesorero Julián de Alderete, fueron los hombres designados por Cortés para transportar el quinto del rey hasta España a bordo de tres barcos cargados hasta arriba de riquezas con las que se esperaba aumentar el poder y la magnificencia de la corte de Carlos I, aunque el monarca nunca llegaría a disfrutarlas.

La pequeña flota zarpó en 1522 del puerto fortificado de San Juan de Ulúa en el golfo de México. La travesía sufrió numerosos contratiempos, entre ellos la muerte de Julián de Alderete y el desconcierto provocado por tres feroces jaguares que se llevaban a bordo, exóticos regalos para el rey que se habían escapado de sus jaulas causando graves heridas a varios marineros. Tras una breve escala en la Isla Terceira de las Azores, el capitán Antonio de Quiñones murió apuñalado en una riña provocada por un asunto de faldas. Con Alonso de Ávila como único capitán, los barcos emprendieron la última etapa que los separaba de las costas españolas. Fue entonces cuando Jean Fleury los interceptó al mando de una flota compuesta por seis navíos.

Tras un breve combate, los franceses capturaron dos de los barcos españoles y al capitán Alonso de Ávila, mientras un tercero conseguía ponerse a salvo en la isla de Santa María, una de las que forman el archipiélago de las Azores. Con su enorme botín, Fleury puso rumbo inmediato hacia Normandía, mientras sus ojos y los de su tripulación aún estaban deslumbrados por el brillo de las enormes riquezas que transportaban los barcos españoles. En el listado de las mismas, había una enorme esmeralda con forma de pirámide del tamaño de la palma de una mano, máscaras, brazaletes, collares, pendientes, todo tipo de joyas junto a utensilios cotidianos bellamente labrados y hechos de oro macizo. Además de este tesoro, los franceses se hicieron con importantes documentos, entre ellos la relación sobre los hechos de la conquista del imperio azteca escrita por Hernán Cortés, y valiosas cartas náuticas usadas por los pilotos españoles que permitieron futuras expediciones francesas al Mar de las Antillas. Teniendo como tarjeta de presentación ese cuantioso botín, Jean Fleury se presentó ante la Corte en París.

Francisco I de Francia quedó deslumbrado ante tanto esplendor. Mientras tanto, Carlos I recibió la noticia mientras estaba en Flandes. Al conocer lo sucedido su primera reacción fue de lógica pesadumbre, pero después expresó ante sus colaboradores más cercanos cierto orgullo al imaginar la cara del rey francés al contemplar aquel fastuoso tesoro que había caído inesperadamente en sus manos, impresionado ante el poder y las riquezas a disposición del Imperio español. Quien no se consuela es porque no quiere. En cierta medida, como había supuesto el monarca español Francisco I, se sintió abrumado ante aquella demostración del poderío hispano, pero también contribuyó a despertar en él su codicia, deseoso de obtener territorios en el Nuevo Mundo que le permitiesen el acceso directo al oro y la plata americanos.

Después de su espectacular apresamiento, Jean Fleury volvió a hacerse a la mar al frente de una flota francesa con el objetivo de hacerse con el mayor número de barcos españoles procedentes del otro lado del Atlántico. Según su propio testimonio, que teniendo en cuenta que procediendo de un francés hay que poner en cuarentena, Fleury atacó a más de ciento cincuenta navíos a lo largo de los cinco años que operó en las aguas comprendidas entre las Islas Canarias y la Península. Sus días como pirata al servicio de la Corona francesa terminaron cuando en 1527 fue capturado cerca de las costas de Cádiz por el capitán vizcaíno Martín Pérez de Irizar. Fleury y sus oficiales fueron encerrados en sus calabozos hasta que las autoridades decidieron enviarlos a la Corte: Carlos I ordenó que fuera ejecutado y fue ahorcado en las proximidades de la cumbre del Puerto del Pico.

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