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El atentado contra Fernando el Católico
Un payés declarado loco estuvo a punto de cambiar la historia al herir al monarca en Barcelona con una espada, dos meses después del descubrimiento de América
28.07.13 -
Se llamaba Juan Canyamàs y, mientras lo sometían a tormento, confesó que había escuchado al Espíritu Santo. Éste le prometió que si acababa con Fernando de Aragón, la corona sería para él. Así que le alcanzó en parte posterior del cuello con una espada ancha, corta y afilada. La herida, que no fue mortal por poco, tenía dos trayectorias: una hacia la cabeza y otra hacia la oreja. “No le matéis”, ordenó el monarca, ensangrentado, cuando los miembros de su séquito se abalanzaron sobre el agresor y lo dejaron malherido de tres cuchilladas. Isabel la Católica se desmayó al recibir la mala nueva. “¿Dónde está mi rey y señor? ¿Es muerto o vivo?”, clamó. “Seguidme, mis doncellas, y tenedme por las axilas que a pie quiero ir al palacio”.
El intento de regicidio tuvo lugar en Barcelona el 7 de diciembre de 1492, en la Plaza del Rey. El tablero de la política -la local y la exterior- tenía a la Corte con los nervios a flor de piel. Conquistada Granada oficialmente a comienzos de aquel año, aún no se habían cumplido dos meses del descubrimiento de América, y las naves de Cristóbal Colón ni siquiera habían emprendido viaje de regreso. Si Canyamàs hubiera logrado su propósito -fue reducido cuando se disponía a dar el segundo golpe-, el navegante genovés se habría encontrado a la vuelta con una Isabel viuda. Pero el episodio se zanjó con siete puntos de sutura, los que su marido recibió en el cuello tras las deliberaciones de los físicos y cirujanos locales.
Los hechos, las frases y, sobre todo, los detalles fueron recogidos por Miquel Carbonell, que entonces era archivero real de Barcelona. No presenció el crimen, pero se encontraba trabajando en el archivo, que daba a la Plaza del Rey, y escuchó el griterío. Poco después, cuando el autor del atentado fue bárbaramente ajusticiado, tras haber declarado que actuaba al dictado de Dios y por el bien común, el archivero envió una carta a un amigo en la que relató lo que había pasado. Lo hizo con tosquedad, pero con profusión de datos, describiendo la conmoción de los barceloneses, que daban pábulo a todo tipo de teorías y conspiraciones.
Carbonell incluyó ese documento en sus ‘Chròniques d’Espanya’, escritas en catalán. Aparece en la recopilación ‘Reportajes de la Historia’, de Martín de Riquer y Borja de Riquer (Editorial Acantilado); dos tomos voluminosos que son una invitación a la lectura en las plácidas tardes de verano.
Cuenta el archivero que el asesino frustrado del rey Fernando era un payés que se había criado en Francia. Se decía que lo habían desterrado a aquel reino a causa de una rebelión de campesinos catalanes que se oponían a las servidumbres y a los abusos de la nobleza (los remensas). El propio monarca aragonés había intentado dar carpetazo a aquella prolongada querella al redimir a los payeses de la mayoría de sus obligaciones mediante el pago de una indemnización a los señores (1486).
Se ha mencionado ese conflicto como un posible móvil, entre otros, del atentado de Barcelona. Sin embargo, las autoridades aseguraron que Canyamàs estaba chiflado, ya que aseguraba haber recibido un mensaje divino; o eso al menos fue lo que dijo a sus torturadores y lo que se convirtió en la versión oficial. Sin embargo, el archivero Carbonell admitió en su carta que las personas que habían alojado a Juan Canyamàs antes del crimen contaron que no había nada raro en él y que “hablaba con buen entendimiento”.
Cuerdo o no, el payés decidió matar a Fernando en el Palacio Mayor de Barcelona. Escogió un viernes, que era el día de la semana que el monarca dedicaba a escuchar “las súplicas y lamentaciones de los pobres miserables”. El payés se escondió en una iglesia contigua, de donde salió a las doce del mediodía aprovechando que su víctima hacía acto de presencia en las escaleras de palacio.
"Le temblaba el brazo"
Relata Miquel Carbonell: “Y cuando el rey hubo descendido el segundo peldaño y él, como traidor, andaba detrás, saca la espada desnuda que tenía dentro de la capa y da con ella un golpe entre el cuello y la cabeza al rey, que si no hubiese sido milagro de nuestro Señor y custodia de la Virgen María (el rey aquel día de viernes ayunaba) le hubiera separado la cabeza de las espaldas en un tris”.
Fernando volvió a nacer porque en aquel fatídico instante realizó un movimiento descendente en las escaleras que amortiguó el impacto. Además, a Canyamàs “le temblaba el brazo”. El fracasado regicida fue reducido cuando intentaba rectificar su flojera con un nuevo y más certero intento. “Le dieron tres puñaladas y lo hubieran muerto y dado cuenta de él allí si no hubiera sido por la misericordia del rey que dijo en su castellano: ‘No le matéis’”.
Acto seguido, Fernando se llevó la mano al cuello y comprobó que manaba sangre de la herida. La cubrió con una prenda que llevaba encima y caminó hacia sus aposentos, donde le dieron a beber un vino fuerte que le hizo musitar: “Se me va el corazón; tenedme fuerte”. Al escucharle, los presentes prorrumpieron en llantos y gritos, pero el rey se reanimó y dijo que no temieran por su vida; un pronóstico confirmado más tarde por los cirujanos, que entre curar el corte con “aguas fuertes” o con puntos de sutura escogieron lo segundo. Todos reconocieron que el monarca se salvó de chiripa, ya que la espada no tocó “la vena vital” por milímetros. Si lo hubiese hecho, “nuestro señor, allí en el acto, habría caído muerto”.
La reina Isabel irrumpió en palacio desencajada, en compañía de sus doncellas y seguida por una multitud. Pero su semblante se transformó cuando la informaron de que Fernando se restablecería. “Parecía resucitada de casi muerta que estaba (...) Era tanta la gente que corría y venía al palacio, que yo creo que ni en Roma, cuando muere el Papa, ni en parte alguna del mundo ha habido tanto lloro, tanto tumulto y tristeza”, escribió Miquel Carbonell.
Juan Canyamàs, entre tanto, estaba en manos del verdugo. “Le han atormentado un poco -indicó el archivero- para que dijese la verdad por si se fingía loco; y cuando le tomaban declaración unas veces decía que Dios y el Espíritu Santo se lo habían mandado hacer; y otras decía que él era el rey legítimo en lugar del rey; y que lo había hecho por el bien común y no sé que otras cosas de loco, orate e insensato”.
Fernando el Católico dio por sentado que el hombre no estaba en sus cabales y pensó que lo mejor era perdonarlo. Sin embargo, el Consejo Real corrigió esa decisión, “sin que él sepa nada” y antes de que Isabel mostrara también clemencia. Reservó al reo el suplicio más cruel que se pueda imaginar: ser mutilado en vivo, lentamente, a la vista de la chusma, durante un macabro paseo por la ciudad de Barcelona.
Juan Canyamàs fue colocado desnudo sobre un “castillo de madera, tirado por un carro”. Lo ataron a un palo y lo llevaron de procesión, primero al lugar del atentado, donde le cortaron “un puño y medio brazo”, y luego a otra calle, donde le arrancaron un ojo. Más allá, le sacaron el otro ojo y le seccionaron la otra mano. “Así caminando lo desmembraron quitándole ora un miembro ora otro, hasta sacarle el cerebro; y así le hicieron morir sufriendo, que era cosa de piedad. Y nunca se movió ni habló ni decía nada ni se lamentaba, como si diesen sobre una piedra; y con gran barullo de muchachos y de gente joven que le caminaban en derredor, delante y detrás”.
Los despojos del payés fueron apedreados e incinerados con el castillo de madera. “Y puede decirse -concluyó Miquel Carbonell- que en estos días habían ocurrido tres milagros seguidos: el uno, que no se nos muriese el rey; el otro, que el loco no hubiese sido muerto también en el acto, pues de morir ambos enseguida, la gran desventura nuestra hubiese sido no saber nunca la verdad de este caso; y el otro milagro, cómo la ciudad estaba toda conmovida y en armas a punto de alborotarse”.
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