Julio Mayo: Guadalquivir misionero. Aportaciones de la Carrera de Indias a la definición de la religiosidad popular sevillana (siglo XVI)
GUADALQUIVIR MISIONERO
Aportaciones de la Carrera de Indias a la definición
de la religiosidad popular sevillana (siglo XVI)
JULIO MAYO
en ABC de Sevilla 15 de julio de 2015, pág. 28
El Río trajo tanta
riqueza… que el brillo del oro y la plata relegaron al olvido funciones tan
valiosas como la de haber sido, durante muchas décadas del siglo XVI, el
principal puerto de partida para las expediciones de religiosos misioneros,
encargados de evangelizar las tierras descubiertas. Hoy, festividad litúrgica
de Nuestra Señora del Carmen, efectuamos esta evocación tan vinculada a las
entrañas históricas del Guadalquivir, al hilo de la relación que guarda también
con sus inmediaciones –aunque más cercana a nuestros días–, la devoción
suscitada alrededor de un cuadro pequeñito de la Virgen marinera, colocado en una
capillita callejera que se alza sobre el puente de Triana, como escribió que
existía ya a mediados del siglo XIX el cronista González de León.
Desde que Sevilla y América abrazaron sus
miradas, en 1492, nuestra ciudad detentó el monopolio mercantil de los negocios
coloniales, convirtiéndose en la principal vía comercial del continente europeo
y la mayor fuente económica de la corona española. Pero también se erigió en lugar
obligado de embarque para el envío de las comitivas misionales, después de que
el Papa pusiera en manos de los Reyes Católicos el gobierno de la organización
eclesiástica de los territorios conquistados por Cristóbal Colón, mediante el
Patronato Indiano, en cuyo organismo desempeñó un papel determinante la Iglesia
de Sevilla. Además, las campañas misionales de la primera mitad del siglo XVI fueron
costeadas íntegramente por el Estado, que financió la fundación de templos, y
su dotación ornamental, con los presupuestos de la Casa de Contratación de
Sevilla. Desde luego, en aquellos años éramos el primer centro religioso del
país, por encima del mismísimo Toledo.
La subida de los religiosos a las naos se solía
consumar con gran solemnidad y bajo el ejercicio de algunas prácticas cultuales,
correspondientes al riquísimo programa de la piedad popular local, pues la cercanía
de los frailes con el pueblo siempre fue mucho mayor que la del clero secular y
catedralicio. Aquellas expediciones misioneras, narran los documentos del
Archivo General de Indias, tenían como costumbre ir en procesión desde el convento
de su propia orden, donde los padres habían permanecido alojados a la espera de
que zarpasen los galeones durante algunos días, o también algunos meses.
Cuando
llegaba el día de la partida, el cortejo desfilaba con paso lento, entonando con
gran dramatismo invocaciones, súplicas, rogativas, aves marías y letanías
lauretanas por las explanadas de San Telmo hacia la Torre del Oro, en donde uno
de los padres misioneros pronunciaba una plática de despedida. De fondo el
repiqueteo de las campanas de sus conventos, las de la Catedral y la esquila de
alguna que otra iglesita. Estaban muy familiarizados los frailes con el entorno
del Río, porque concurrían con frecuencia a pedir limosnas y poner huchas en
nombre de sus conventos. Por lo común, se hallaba presente el Comisario General
de Indias, quien en el momento del embarque de la misión que le correspondiese se
despedía de todos los miembros otorgándoles la bendición papal.
El instante
de la partida era emocionante porque los misioneros se despedían como si fuera
para la eternidad. Este acontecimiento constituía todo un espectáculo, seguido
por multitud de personas que se arracimaban en el puerto, e incluso se
extendían por las orillas hasta la salida de Sevilla.
Los expedicionarios, de gran formación teológica y humanística, se nutrieron de la forma de vida y el estrecho vínculo que sus respectivas órdenes mantenían aquí con el pueblo. Varios documentos de los siglos XVII y XVIII desvelan cómo los misioneros empleaban para seducir a los indígenas ciertas fórmulas propias de la religiosidad popular sevillana, como método pastoral para adoctrinarlos en el credo católico. A los nativos de aquel continente les atraían cuestiones relacionadas con la Pasión, la estética del dolor plasmado en las imágenes de Cristo y la Virgen y el ritual de las procesiones. Bien es cierto que nuestra Semana Santa se formalizó como la conocemos hoy a partir del Concilio de Trento (1545-1563), pero probablemente, en las primeras décadas del Quinientos, tuvieron que influir bastante en la definición de muchas formas externas de nuestra piedad popular otras prácticas paralitúrgicas, ejercitadas por los componentes de aquellas legiones de misioneros y frailes de los conventos sevillanos.
Aunque, con anterioridad a la
irrupción de la Carrera de Indias, Sevilla fue ya una ciudad conventual, a
partir de la segunda mitad del siglo XVI comenzó a incrementar el número de
conventos, gracias a la inversión del capital indiano recibido por parte de algún
benefactor acaudalado. Fue en el siglo XVII cuando, al contar ya con
representación masculina de casi todas las órdenes religiosas (franciscanos,
cartujos, trinitarios, jerónimos, benedictinos, dominicos, carmelitas calzados,
jesuitas, hospitalarios de San Juan de Dios, mínimos, mercedarios, agustinos,
camilos, filipenses y capuchinos), y otras muchas de ellas del ámbito femenino,
terminó de alcanzar su definitiva identidad como una de las más destacadas
ciudades conventuales barrocas de toda Europa.
Este carácter conventual no sólo
incidió en la fisonomía morfológica de nuestro mapa urbanístico, sino que repercutió
sobre todo en la elevación de su nivel cultural, sobredimensionado hasta unos
límites insospechados. El trasiego junto con el ir y venir de tantos hombres
entregados a la catequesis y a la enseñanza, que llevaron allende los mares el
habla, tradiciones y costumbres de esta tierra, sabemos hoy que sirvieron para
componer el monumental mosaico de expresiones tan plurales que definen a Sevilla.
América
rezaba en sevillano
Las
primeras diócesis de América (México, Santo Domingo y Lima) se crean como
sufragáneas de la Santa Iglesia Metropolitana de Sevilla, también Patriarcal
porque ejerció todo el control, por encima de la primada de Toledo, de las
iglesias americanas, las de Gran Canarias y Filipinas. Todas se regían por el
ceremonial sevillano, reglamentado por el Cardenal y Cabildo catedralicio, a
través de los Sínodos y Concilios provinciales. Los obispos que iban destinados
al Nuevo Mundo solían consagrarse en nuestra Catedral. Al modo de nuestra
tierra, se ordenaban bajo el modelo hispalense los rezos, oraciones,
cantorales, celebraciones eucarísticas, rituales, administración de los
sacramentos (bautismo, matrimonio, comunión y entierro) y toda la liturgia en
general de los templos del Nuevo
Mundo, cuando iniciaron sus primeros pasos.
El Archivo de la Catedral de
Sevilla posee testimonios documentales sobre consultas realizadas por las
autoridades eclesiásticas de las diócesis transoceánicas sobre cómo había de
regirse la liturgia en sus jurisdicciones. Aquellos feligreses tuvieron que
oír, en innumerables ocasiones, de labios de los predicadores hablar del
sentimiento con el que los sevillanos vivían la fe. A partir de 1546, cuando se
formalizan las diócesis de México, Santo Domingo y Lima, cesó la dependencia
sevillana. No obstante, el influjo se mantuvo, como lo corroboran la
persistencia de devociones populares importadas desde aquí y las procesiones,
que tanto calaron en América.
Principales devociones
marianas importadas desde Sevilla al Nuevo Mundo en el siglo XVI
Victoria (de los Mínimos de
Triana), Buen Aire (de los Mareantes,
que pasó después a la capilla de San Telmo); Coral (pintura mural gótica en San Ildefonso), Inmaculada Concepción «Sevillana» (hoy en San Buenaventura), Merced (Casa Grande, ahora en manos de
las Mercedarias en su convento en la Barqueta), Roca Amador (pintura mural gótica en San Lorenzo), Guadalupe (cuadro de la Catedral que es
copia de la extremeña, en paradero desconocido), Hiniesta (San Julián), Antigua
(Catedral), Sede (Catedral) y Reyes (Catedral), Consolación (Utrera)…
JULIO MAYO, HISTORIADOR
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