Aquel año procesionarían en Semana Santa sólo seis cofradías, la mitad que el año anterior, una clara señal de los tiempos de crisis que vivían las hermandades, pero se incrementó el número de salidas extraordinarias
Paso de misterio de la Sentencia / M. GRIMA
Procesiones realmente extraordinarias. Se vivieron en la Sevilla de 1800, la del cambio de siglo, en pleno verano, de gloria y de penitencia y hasta con nazarenos en la calle. Eran tiempos de crisis para las cofradías, las luces de la Ilustración no acabaron de congeniar con hermandades y cofradías, y una epidemia generalizada, propia de siglos pasados, motivó un espectacular movimiento de salidas extraordinarias en una ciudad en una ciudad que, por higiene básica, demandaba exactamente lo contrario a grandes concentraciones de masas, algo que sólo vieron algunas mentes lúcidas como la de José María Blanco Whitte.
A mediados de agosto de 1800 aparecían en Triana los primeros casos de una horrorosa epidemia de fiebre amarilla. “Convinieron en que era la fiebre amarilla de América ó el Typhus Icteroides, que es tan frecuente en aquellas partes”. De Triana se fue extendiendo paulatinamente por las zonas de los Humeros, San Lorenzo y San Vicente, para terminar contagiando a toda la ciudad. Un terrible mal que asolaría Sevilla durante cuatro meses aproximadamente.
La enfermedad presentó unos síntomas muy claros:“Esta empezaba con gravazon de cabeza, principalmente en las sienes y ojos, dolor en las caderas y lomo, a que seguía calentura moderada con signos de plétora, aunque manifestaban su falsedad los que le seguían de postración de fuerzas y pulso pequeño, indicio no dudoso de su malignidad. Los vómitos atrabiliarios, las hemorragias por la nariz y las encías manifestaban la disolución, así como las ansiedades, delirios y otros síntomas nerviosos los atribuían a la debilidad de los pacientes”. Fue la vía posible de infección el Guadalquivir, tomándose las medidas habituales en este tipo de epidemias: incomunicación de los contagiados, cierre de teatros, reunión de la junta médica o de sanidad, etc., aunque el mismo tiempo se multiplicaran las procesiones extraordinarias.
Ya el 2 de septiembre ambos cabildos, los canónigos de la Catedral y los capitulares del Ayuntamiento, hicieron estación de rogativas a la ermita de San Sebastián, situada extramuros la ciudad, junto al Prado de su nombre, con una reliquia del santo, una procesión que se solían celebrar en la festividad del santo, el día 20 de enero. La parroquia de San Gil sacó en procesión a su titular, San Gil Abad, también a San Sebastián, al que se invocaba como especial protector contra las epidemias desde la Edad Media, y al Cristo de la Sentencia, de la hermandad de la Macarena, entonces radicada en la parroquia.
Se multiplicaron los rosarios públicos; salió en rogativa el 7 de septiembre la imagen de Nuestro Padre Jesús del Gran Poder desde San Lorenzo y el 21 el Cristo de las Tres Caídas de San Isidoro “en su paso, pero sin los sayones, y le alumbraban cuarenta cirios”, curiosa noticia que nos recuerda las figuras secundarias que por entonces acompañaban el paso de las Tres Caídas y el hecho de que algunas de estas procesiones extraordinarias se realizaran con los pasos completos y no en andas.
En las semanas siguientes, en plena extensión de la epidemia de fiebre amarilla, salieron a la calle la Virgen de Todos los Santos, desde su templo de la calle Feria; la cofradía de la Sagrada Entrada, con su Crucificado del Amor y el desparecido Cristo de la Salud de San Bernardo con “muchos nazarenos descalzos delante del paso con cirios” y los niños del Real Colegio de Náutica de San Telmo. Nazarenos descalzos en pleno mes de septiembre, mezclados con alumnos del colegio de San Telmo, que hoy sirve de sede a la Consejería de Presidencia de la Junta de Andalucía: todo lo contrario a lo que podría ser un manual de actuación frente a epidemias contagiosas.
El listado de procesiones extraordinarias permite recordar la participación de cofradía hoy extinguidas, como el Crucificado de la hermandad de las Virtudes de la parroquia de San Isidoro, que tuvo entre sus titulares la sugestiva escena del Despedimiento, hoy desaparecida de la Semana Santa y apenas recordada en una pintura de una mesa de altar de la parroquia de San Isidoro.
También saldría la Virgen del Valle “que posee la cofradía de la Coronación”; la del Amparo, con el Santísimo, San José y San Sebastián; las imágenes de las cofradías de la Humildad, que optó por la devota imagen del Cristo de la Humildad y Paciencia antes que por el misterio de la Cena, saliendo desde el desaparecido convento de Basilios de la calle Relator, siendo la procesión acompañada por hermanos revestidos de nazarenos.
Desde la hoy extinguida iglesia de Santa Lucía salió la hermandad del Prendimiento; la renacentista imagen de Nuestra Señora de la Paz salió de Santa Cruz, y también los hicieron las vírgenes del Rosario de San Miguel, San Gil y San Vicente. Al listado se añadieron en los días siguientes nuevas imágenes penitenciales y de gloria, como la Salud de San Isidoro, de la que Blanco Whitte insistía en su gran devoción o como “el paso de la Exaltación del Señor, de su cofradía de penitencia”, desde la parroquia de Santa Catalina. No podía faltar el Santo Crucifijo de San Agustín, que saldría en procesión extraordinaria el día 22 de septiembre, el Cristo de la Buena Muerte de San Andrés; San Fernando, Santas Justa y Rufina, la Virgen del Rosario y hasta el colosal San Cristóbal montañesino de la colegial del Salvador. El mes se cerró con la procesión de la Virgen de los Reyes por las gradas catedralicias, refiriendo los cronistas de las época que hubo “otras varias en Sevilla y Triana”, lo que nos hace suponer que el listado fue notablemente superior.
A pesar de los rezos y procesiones, el contagio avanzó implacable durante varias semanas. Cada día se contabilizaban más de 300 muertes, lo que motivó la reapertura de fosas comunes junto a la ermita de San Sebastián y en la calzada de la Macarena para el entierro apresurado de los miles de fallecidos. Hasta finales de noviembre no comenzaría a remitir la mortandad masiva.
El recuento oficial cifró los fallecidos en 14.685 personas, sólo hasta el 30 de noviembre. Los arrabales (la Calzada, San Bernardo, Triana, Carretería, Baratillo, Cestería, Humeros y Macarena) sufrieron más las consecuencias que la población intramuros. Hasta el 28 de marzo de 1801 no se decretaría la libre comunicación con una parte de la zona de Cádiz. Aquel año procesionarían en Semana Santa sólo seis cofradías, la mitad que el año anterior, una clara señal de los tiempos de crisis que vivían las hermandades que, aquel fatídico año de 1800, vivieron un año realmente fuera de lo ordinario.
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