LA PRIMERA SALIDA EXTRAORDINARIA
DEL GRAN PODER, EN 1680
JULIO MAYO
en ABC de Sevilla, sábado 5 de noviembre de 2016, pág. 26
En
la historia del Señor de Sevilla, un punto de inflexión subrayado es la salida que
realizó en la cuaresma de 1680 a la Santa Iglesia Catedral –hasta ahora la
primera documentada–, cuando acudieron varias hermandades antes de Semana
Santa, «a implorar la Misericordia del Señor…», debido a la amenaza de un brote
de pestilencia y los estragos de una terrible sequía que perjudicaba a las
cosechas agrícolas. Aquel ritual de rogativas por falta de lluvias significó
para la imagen, que había sido tallada sesenta años antes por Juan de Mesa (1620),
el reconocimiento público de la admiración fervorosa que estaba comenzando ya a
acaparar, y constituyó además el inicio de una rápida progresión devocional que
terminó convirtiéndola en la advocación más importante de la ciudad.
El hambre comenzó a hacer mella y se
generó una alarmante situación de pánico colectivo. Entonces, la Iglesia
sevillana se anticipó a organizar un recorrido procesional con la Virgen de los
Reyes, antes que el Ayuntamiento concretase su dispositivo de plegaria
institucional, en torno al crucificado del convento de San Agustín, que no
salió hasta once días después. Cada institución poseía, por tanto, una
preferencia cultual distinta, por lo que el cabildo catedralicio no dudó en
permitir que algunas cofradías entrasen en el templo metropolitano con
antelación a la procesión general propuesta por el consistorio. Y la primera
que lo hizo fue la del Traspaso, con su Santo Cristo, establecida entonces en
el convento franciscano del Valle (hoy de la hermandad de los Gitanos).
Hacía tres meses que no llovía y se
pagaba a precio de oro la fanega de trigo (no digamos ya, las hogazas de pan).
El pueblo sentía una gran desolación por las desgracias tan continuadas que
venía padeciendo. A la peste de 1649 y 1650 se unieron los daños ocasionados
por las inundaciones, hambrunas, guerras y otras adversidades que sobrevenían
–según la mentalidad religiosa barroca– como castigos por los pecados cometidos
por la sociedad. A partir de la segunda mitad del siglo XVII, el modelo de la
rogativa fue empleado con reiteración, por los poderes eclesiásticos y civiles,
como la mejor herramienta para remediar las calamidades públicas. El entonces
arzobispo, don Ambrosio Ignacio Espínola y Guzmán, se propuso paliar «la seca»
de 1680 con la celebración de actos penitenciales, propios de las
manifestaciones de la religiosidad popular sevillana.
En el archivo de la catedral puede
leerse en un libro manuscrito, que recoge algunas noticias históricas, esta
cita literal: «El martes 19 de marzo la cofradía del Traspasso sacó al Santo Xpto
en procesión, pasó por esta Sta Yglesia, entró por la puerta de Sn
Miguel toda la nave aRiba y pasó por la capilla Real y se le abrió la puerta de
los Palos». Sus cofrades, en efecto, habían solicitado a los canónigos, el día
anterior a la festividad de San José, que les dejasen atravesar las naves:
«rogando a Jesús, Nuestro Señor, –con el propósito de que– nos socorra con agua
remediando la necesidad que padecen los campos». Se consagró de este modo la
acción penitencial de ruego y súplica ferviente dirigida a la divinidad a
través de su titular cristífero. El cortejo, acompañado también por los frailes
franciscanos del Valle, no itineró por el interior como acostumbraba cuando
entraba en Semana Santa. El Gran Poder pasó por detrás del presbiterio ante la
capilla de la Virgen de los Reyes, pues el deán, don Francisco Domonte, no
ordenó quitar la crujía para que pasaran las cofradías entre el coro y el altar
mayor, hasta el día después.
La extrema precariedad del momento propició
que aumentase de modo considerable el número de penitentes, por lo que las
hermandades alcanzaron un gran auge. Precisamente, la del Dolor y Traspaso de
Nuestra Señora y Jesús Nazareno procesionaba desde 1669 la mañana del Viernes
Santo. En su estación de Semana Santa a la catedral visitaba también el
templete de la Cruz del Campo, yendo por la Calzada un buen número de hermanos
de luces, disciplinantes e incluso hasta cofradas.
Curiosamente, entre 1678 y
1680 desempeñó el cargo de mayordoma y priosta, Laura Delgado, una de las pocas
mujeres que hasta la fecha han formado parte de su junta de gobierno. La
ubicación periférica de la iglesia del Valle, no impidió que se inscribiesen
hermanos de cierto poder adquisitivo, dedicados al comercio, como don José
García de Verastegui o Andrés Hipólito de Tamariz, quienes favorecieron que se
desarrollase una etapa de esplendor a finales del seiscientos. Fue en aquel
tiempo cuando el prestigioso escultor utrerano, Francisco Antonio Ruiz Gijón,
autor del Cachorro, realizó el asombroso paso del Señor (1688–1692).
Contó la hermandad con el apoyo difusor
de los franciscanos, cuya orden religiosa ayudó mucho a extender la devoción al
Cristo, tanto dentro como fuera de nuestra urbe. De hecho, la llevaron hasta
América, donde se venera una imagen con el mismo título en Quito (Ecuador)
desde el siglo XVII.
La devoción más popular
Su
participación en las invocaciones de 1680 le hace prefigurar a la imagen del
Gran Poder entre las de mayor atracción piadosa de aquella Sevilla del Siglo de
Oro, después de que el clero facilitase su participación en los ceremoniales de
súplica.
En los últimos años del siglo XVII llegó a cambiar su establecimiento
canónico en dos ocasiones, hasta asentarse en la céntrica parroquia de San
Lorenzo (1703). El apoyo de nuevos hermanos acaudalados de la élite local,
resultó determinante para destronar la capitalidad que ostentaban devociones
medievales, como la Virgen de la Hiniesta o el Santo Crucifijo de San Agustín,
por las que históricamente había apostado el ayuntamiento para cumplimentar sus
votos de promesa. Algunos de los miembros de las estirpes nobiliarias que
veneraban al crucificado agustino de la Puerta Osario, a cuya hermandad estaba
obligada la del Traspaso a dejar túnicas para los cofrades de luz, pasaron en
generaciones posteriores a incorporarse a la cofradía del Señor. En 1706,
volvió a salir de modo extraordinario pidiendo que el rey Felipe V recuperase
el principado de Cataluña y reino de Valencia, en plena Guerra de Sucesión
española. De su empoderamiento milagroso dio buena fe el beato capuchino fray
Diego José de Cádiz, quien, en la segunda mitad del siglo XVIII, escribió sobre
su fama pública y la multitud de prodigios que se le atribuían. Ya en el siglo
XIX era la imagen de mayor contemplación, tal como acreditan en sus libros
Manuel Serrano Ortega y Francisco Almela.
Por encima de su meritoria calidad
escultórica, el Gran Poder compendia una singular teología popular que lo hace
ser visto por el pueblo sevillano como su auténtico Dios. Como protector, transmite
convicción y una fortaleza sobrenatural para cargar con la pesada cruz, definida
por mi paisano Romero Murube, como la de «todos los pecados del mundo». Y lo
que realmente conquista nuestros corazones, es su valentía. La de esa zancada eterna
que da al frente guiándonos y abriéndonos el camino.
JULIO MAYO, HISTORIADOR
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