LA SEVILLA
INMACULADA EN
EL AÑO QUE NACIÓ
MURILLO (1617)
JULIO MAYO
ABC de Sevilla, jueves 8 de diciembre de 2016, pp. 32-33
Parece
como si Murillo hubiese sido elegido por la providencia divina para ser el
pintor de la Inmaculada. ¿O no es revelador, quizá, que naciera el 31 de
diciembre de 1617, pocos días después de que la Iglesia y el Ayuntamiento de
Sevilla rindieran, de modo conjunto, juramento en defensa del
nacimiento de María sin mancha (mácula) del pecado original heredado
de Adán y Eva, como Madre de Dios? El pintor logró representar con inusitada
genialidad las mejores virtudes de la mujer en la Virgen María, triunfante en
el cielo sobre los pecados terrenales encarnados por las puntas encorvadas de
la luna creciente, pese a la advertencia efectuada por algún tratadista del
arte sobre la irreverencia que constituía. La imagen, posada sobre los cuernos,
denuncia, con cierta sutilidad, la inmoralidad de una sociedad contaminada de
placeres mundanos, que también hace alusión a las infidelidades que se cometían
en aquella Sevilla del pecado, colmada de «mundarias», capital de la opulencia
(ostentación y búsqueda desordenada del ocio), como versión más denigrante de
la riqueza.
Un fraile dominico del convento sevillano de Regina
Angelorum se manifestó en una prédica, el año 1613, en contra del pronunciamiento
inmaculista, frente a la opinión de los franciscanos y jesuitas
(concepcionistas), originándose en consecuencia una escandalosa protesta
popular. De inmediato, el arzobispo don Pedro de Castro y Quiñones se posicionó
como defensor del culto a la Purísima, y ordenó que se persiguiese y denunciase
a los impugnadores de la piadosa creencia. Este asunto conflictivo de origen
religioso, en el que terminaron mezclándose también intereses políticos, sociales
y culturales, llegó a Roma, y Sevilla costeó un nuevo viaje de la embajada
concepcionista, que había acudido unos meses antes, encabezada por los padres
Bernardo del Toro y Mateo Vázquez de Leca, aunque en esta ocasión consiguió
obtener un importante gesto de adhesión a la causa.
El trabajo de exploración documental que en estos
años venimos realizando en el Archivo de la Catedral de Sevilla, nos permite documentar
el respaldo brindado por la monarquía española a esta iniciativa, erigiéndose
en el principal interlocutor de la reivindicación ante el Papa. En el cabildo celebrado
el 4 de octubre de 1616, se notifica a los canónigos de una carta firmada por
el rey Felipe III, en la que agradece a la Iglesia de Sevilla el éxito
conseguido por la comitiva que había viajado al Vaticano. Esta comunicación
regia, en la que el monarca informa también de las instrucciones trasladadas al
embajador español ante la Santa Sede, para facilitar la misión de los delegados
sevillanos, demuestra el alto grado de compromiso asumido por nuestro Imperio
hispánico respecto al postulado promovido desde Sevilla, y que la defensa del
misterio se había convertido ya en una importante cuestión de Estado.
El domingo 15 de octubre, a eso de las diez de la noche, la
ciudad estalló en júbilo al llegar el buleto del Papa, Paulo V, refrendando el
apoyo pontificio a la cuestión de la Pura y Limpia Concepción de María. A
aquella misma hora comenzó a repicar la Giralda, tal como precisa uno de los
libros del archivo que recogen anotaciones de los distintos rituales litúrgicos.
Al siguiente día, el lunes 16, se leyó en sesión capitular el breve de su santidad,
en cuyas actas hemos consultado las medidas disciplinares que se mandaron
cumplir desde Roma contra quienes no defendiesen que «Nuestra Señora la Virgen
María fue concebida sin pecado original». Aquella misma mañana, el señor arzobispo
dispuso más toques de campanas y que se iluminara el campanario de noche «acompañados
con chirimías y trompetas». Se acordó organizar una procesión con la Virgen de
los Reyes en acción de gracias por la feliz consecución, y durante diferentes
días y noches se celebraron desfiles de máscaras y torneos, como el de los
gorreros en las gradas en la plaza.
A pesar de la crisis económica y las continuas desgracias,
el siglo XVII fue el de mayor esplendor y embellecimiento festivo del barroco.
La fiesta se había convertido en manifestación del triunfalismo religioso y
también político, por lo que los festejos le otorgaban una credibilidad aún mayor
a la monarquía católica como sistema de gobierno. Aquella exultante efervescencia
se trasladó al infierno de la calle, y el asunto inmaculista llegó a
convertirse en un verdadero problema de orden público, sobre todo contra los
dominicos, para cuyas celebraciones callejeras pidió el consistorio hispalense el
apaciguamiento de las masas. Por esta razón, la disposición papal procuró poner
orden en medio del debate que se había suscitado en torno al misterio entre
frailes de distintas órdenes. Pero no colmó la aspiración sevillana de una
declaración dogmática.
El 8 de diciembre de 1617, Iglesia y Ayuntamiento se
pusieron de acuerdo y formalizaron juntos un acto de juramento en favor del
misterio en el transcurso de la misa pontifical, celebrada el día de la
festividad litúrgica de la Inmaculada Concepción en el altar mayor del templo metropolitano.
El juramento, prestado tras el sermón bajo la fórmula propuesta por la clerecía,
con la complacencia de los concejales, fue el primer pronunciamiento oficial de
las dos instituciones unidas, después de que ya lo hubiesen rendido de forma
particular otras corporaciones locales, como un gran número de cofradías. Documentos
municipales y eclesiásticos revelan que la idea de hacerlo de modo asociado partió
del propio arzobispo. El Ayuntamiento acordó participar y aprovechar así «la
ocasión que se le ofrece de demostrar su piedad y devoción que tiene a la
Limpia Concepción de Nuestra Señora», porque «será un acto de muy gran mérito».
Un acuerdo municipal adoptado el 29 de noviembre, recoge de forma expresa el
gran fervor que se le profesaba a esta advocación, y recalca la ejemplaridad
que constituía para la cristiandad y hasta el propio Estado.
Después se organizó la procesión por el interior de las
naves, con parada y estación en la capilla de los Reyes. Participaron los Seises,
que bailaron y cantaron celebrando la fiesta, tal como la propia Iglesia había
pedido también al Ayuntamiento, para que si fuera oportuno previniese la
inclusión de «algunas danzas que regocijen el lugar aquel día». La invitación se
extendió al vecindario, y este engalanó con colgaduras los balcones e iluminó sus
casas. En la Torre del Oro se colocaron banderas y gallardetes, así como un
estandarte en el que podía leerse: «María concebida sin pecado original». A la
hora del juramento, desde diversas embarcaciones del río se dispararon
atronadoras salvas en honor de este misterio.
Se guardan en la biblioteca Colombina varios impresos publicados
en 1617 y 1618, que relacionan las fiestas dedicadas a la Inmaculada. Describen
con minucias, bailes, mascaradas, torneos, juegos de cañas con libreas y
regocijos de toros que se hicieron en el último mes del año. La conjunción de
todos estos elementos expresivos pone de manifiesto la antigua raigambre del riquísimo
acervo cultural hispalense.
Iconografía de la Inmaculada
Francisco Pacheco sugiere
en su Arte de la Pintura, concluido
en 1641, que la Inmaculada ha de pintarse con túnica blanca y manto azul, que es
como se le apareció a la portuguesa doña Beatriz de Silva. Un sol
resplandeciente cercará toda la imagen, unido dulcemente con el cielo, tal como
aparece metaforizada en la mujer amada del Cantar de los Cantares, o en la
mujer revestida de sol que se sugiere en el Apocalipsis. El tratadista Pacheco recomienda
que la imagen apareciese coronada con doce estrellas, compartidas en un círculo
claro entre resplandores. La cabeza debía adornarse con una corona imperial, sin
que cubra a las estrellas. Debajo de los pies, habrá de hacerse visible la
media luna pero con las puntas hacia abajo. Destaca Pacheco que el padre
sevillano Luis del Alcázar había escrito sobre esta cuestión de la media luna
que: «suelen los pintores poner la luna a los pies de esta mujer, hacia arriba¸
pero es evidente entre los doctos matemáticos, que si el sol y la luna se confrontan,
ambas puntas de la luna han de verse hacia abajo». Por esta razón, defendía
Pacheco, que la mujer del Apocalipsis no estaba aposentada dentro de la cuna,
sino sobre la cima con las puntas invertidas.
Don
Quijote, defensor de la sin Mancha
Igual que otros muchos caballeros andantes, don
Quijote es representado como defensor de la Inmaculada Concepción. La aparición
de la segunda parte del Quijote, en 1615, coincidiendo con toda la explosión
inmaculista –término acuñado por el historiador sevillano, don Antonio
Domínguez Ortiz–, supuso un gran impulso para la difusión de los principales
personajes de la obra. El 26 de enero de 1617 se organizó precisamente en
Sevilla una cabalgata de estudiantes con dos caricatos. Uno, haciendo de
Quijote, con lanza y rodela, llevaba un cartel a la espalda que decía: «Soy don
Quijote el manchego / que aunque nacido en la Mancha / hoy defiendo a la sin
mancha». Se convirtió en una tradición extendida la participación de los
personajes de don Quijote y Sancho Panza en las mascaradas, representando el
primero, el sacrificio y el segundo, el pecado. En otros festejos andaluces,
como los celebrados en Baeza y Utrera, don Quijote y otros caballeros andantes
defienden con sus armas y emblemas la Concepción Inmaculada de María.
Final
Y
si por una mujer vino el pecado, por una mujer vendrá la salvación. Murillo
terminará plasmando con su pincel toda aquella gran dialéctica religiosa y
política de la Inmaculada Concepción, en contraposición a las tesis de la
reforma protestante, y alcanzará a construir un verdadero icono para Sevilla. Con
el evangelio de su pintura, catequizó mucho más que cualquier predicador y
ayudó a hacer comprensible una teología mariológica entre el sentir popular, como ni tan siquiera consiguió
hacerlo el mismísimo escultor, Juan Martínez Montañés, con la Inmaculada que
talló para la catedral en 1630, pese a su pertenencia a la erudita congregación
de la Granada. Este año próximo de 2017, conmemoraremos cuatro siglos del
nacimiento del pintor, pero se cumple también, otros cuatrocientos años del juramento
concepcionista proclamado por los cabildos catedralicio y municipal, hito trascendental
para entender qué papel ocupa en la consecución de la definición dogmática del misterio
(1854), la ciudad que mejor tiene pintado el azul de su cielo.
JULIO MAYO, HISTORIADOR
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