jueves, 5 de abril de 2012

Bartolomé Bennassar: Velázquez. Vida (2012).


Un enigma perdurable



En 'Velázquez. Vida', Bartolomé Benassar se aleja de la erudición fatigosa para proponer un retrato verosímil del pintor sevillano, al que describe como un hombre de singular inteligencia y notable formación científica.

Manuel Gregorio González, 4 de abril de 2012


Velázquez. Vida. Bartolomé Bennassar. Trad. de María Condor. Cátedra. Madrid, 2012. 246 páginas. 20 euros

A pesar de la ingente bibliografía, la figura de Velázquez sigue presentando un buen número de enigmas de difícil resolución. Enigmas que no sólo conciernen a su obra, sino también a una discreta y, en apariencia, anodina biografía. Desde el significado de sus lienzos al propio carácter del pintor sevillano, existen innumerables páginas que tratan de desentrañar un paradójico misterio: la patente oscuridad de un hombre que, sin embargo, se muestra con indudable orgullo en Las Meninas y cuyos cargos palaciegos lo condujeron a la proximidad de Felipe IV, penúltimo de los Habsburgo. Este es el sentido y la oportunidad del estudio acometido por el eminente historiador francés Bartolomé Bennassar. Un ensayo que, lejos de ceñirse a una fatigosa erudición, ofrece una versión coherente y verosímil, de claridad ejemplar, sobre uno de los mayores genios de todos los tiempos.

Son muy conocidas las páginas que Ortega y Gasset dedicó a Velázquez, donde sostenía que el sevillano nunca quiso ser pintor, sino caballero de la Orden de Santiago. A favor de esta tesis está su prolongada ambición de ser reconocido como hidalgo y el dilatado proceso que le llevó a obtener la ejecutoria de nobleza al final de sus días. ¿Pero es esto cierto? ¿Fue Velázquez un pintor remiso, movido únicamente por un fuerte deseo de notoriedad social? En contra de la hipótesis orteguiana, Bennassar arguye la condición de pintor como oficio ruin y mecánico, impropio de la nobleza, y el intento de Velázquez, consciente de su genio, de adquirir un reconocimiento ineludible a su talento. Recordemos que todavía en el XVIII un caballero Rohan-Chabot mandó apalear a Voltaire al sentirse burlado. "No le golpeéis en la cabeza", gritaba desde el carruaje su caritativo agresor, mientras algún lacayo le tundía el lomo al mayor cerebro de la Ilustración. Quiere decirse que sólo la hidalguía, resumida en la Cruz de San Andrés, habría permitido a Velázquez un pie de igualdad frente a las altas dignidades de su siglo. 

Se trataba, en fin, de equiparar la aristocracia del arte, el linaje del espíritu, a una arbitraria y convencional aristocracia de la sangre. Lo cual nos lleva a otro de los misterios tratados en este libro: ¿cuál fue la relación, mantenida durante décadas, entre Velázquez y Felipe IV? Según Julián Gállego, uno de los grandes especialistas en el pintor sevillano, la amistad entre uno y otro, entre la cabeza de un vasto imperio y un simple lacayo palaciego, es un anacronismo que ignora la distancia insalvable que separaba ambas figuras en la hermética sociedad del XVII. Bennassar, no obstante, sortea con éxito dicha objeción; y para ello acude a la propia correspondencia del monarca, donde se adivina un hombre indeciso, atrofiado por el influjo de la corte y con una acusada necesidad de encontrar un confidente, como la célebre sor María de Ágreda o, quizá, el propio Velázquez. Un hombre, por otra parte, cuya principal pasión era el arte. Rubens describió al monarca como una persona cordial, inteligente, insegura, que lo visitaba con frecuencia en su estudio del Alcázar. Así, esta doble singularidad de Felipe IV, su carácter quebradizo y su notoria afición artística, explicaría la intimidad del pintor con el Habsburgo. Una intimidad que habría llevado al Rey a influir decisivamente en el nombramiento de Velázquez como caballero de la Orden de Santiago.

¿Qué sabemos, sin embargo, de la personalidad de Velázquez? Según Carducho, pintor del Rey y antagonista del sevillano, habría sido un personaje ambicioso, zafio y esquivo. Según los numerosos testimonios que aporta Bennassar, es probable que Velázquez fuera un hombre orgulloso y leal, de singular inteligencia y notable formación científica, que favoreció en lo posible a familiares y amigos. De hecho, Bennassar sostiene plausiblemente que Velázquez pudo tener a su hermano Juan, "pintor de imaginerías", como ayudante de taller, hasta su segundo viaje a Italia. No aclara nada, lamentablemente, sobre la identidad de su amante italiana y el hijo que tuvo de ella, y del que sólo sabemos su nombre: Antonio. En todo caso, la figura humana que se desprende de este Velázquez de Bennassar, profusamente documentada, y sostenida con verosimilitud y pericia, está muy lejos que aquel hombre frío, silencioso, arrimadizo, que postulaba Ortega. El Velázquez de Bennasar es tan altivo como diligente y amistoso. Probablemente, el misterio de la amistad entre el pintor y el rey radique en algo tan humano, tan sencillo, como un cruce de admiraciones: si uno admiró la genialidad del vasallo, el otro envidió la noble procedencia, la dignidad heredada del monarca. El fruto de esta singular hermandad, basada en la fragilidad humana, bien pudiera ser Las Meninas, donde ambos aparecen incompletos, triunfantes y fugaces.

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