La batalla de las Navas de Tolosa: España junta, sola y vencedora
José
Javier Esparza, 7 de Julio de 1212.
Julio
de 2012. Un grueso ejército cristiano desciende desde la Mancha hacia los pasos
de Despeñaperros. Una cruzada está en marcha en España.
Pero al otro lado, al sur de la sierra, se acumula un ejército musulmán todavía
mayor. El caudillo almohade, el comendador de los creyentes el Miramamolín,
quiere librar una batalla decisiva.
El
jefe musulmán ha llegado antes que los cristianos. Puede cruzar la sierra y dar
la batalla en los llanos manchegos. Sin embargo, el califa Al Nasir -el Miramamolín- recuerda
los problemas de
abastecimiento que sufrieron los ejércitos de su padre en los
días de Alarcos: no es fácil dar de comer y beber a más de cien mil hombres muy
lejos de las propias bases logísticas. Así que el Miramamolín no cruza las
montañas, sino que dispone a sus tropas en torno a Despeñaperros: ahí, desde lo
alto, aguardará a unas tropas cristianas que previsiblemente llegarán
exhaustas.
“Se
calcula que por parte almohade combatieron más de 100.000 hombres, y del lado
cristiano unos 70.000”
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Cuando
los cristianos llegaron a las montañas, descubrieron que los pasos de Despeñaperros -que
entonces se llamaba el Muradal- estaban tomados
por los moros. La situación era endiablada: para dar batalla al
ejército moro había que atravesar un desfiladero -el de la Losa- atiborrado de
enemigos. Alfonso VIII teme un nuevo Alarcos. Pero entonces ocurre algo
providencial: un pastor aparece en el campamento de las avanzadillas
cristianas, bajo el mando de Lope de Haro, hijo del señor de Vizcaya, y les
revela que existe un paso
desguarnecido. Es el desfiladero que hoy se conoce como Puerto
del Rey y Salto del Fraile. A través de él, los cristianos franquean
Despeñaperros y llegan al otro lado, frente al ejército del Miramamolín.
Todo
está ya dispuesto para la batalla; probablemente, la más numerosa librada hasta
entonces en tierras españolas. Hoy se calcula que por parte almohade
combatieron más de 100.000 hombres, y del lado cristiano unos 70.000. Podemos
quedarnos con una estampa: la de casi
todos los reyes de España (el de Castilla, el de Aragón y el de
Navarra), con sus ejércitos y, además, con
caballeros de León y de Portugal, y con las milicias de las
ciudades.
Es
ya toda España la que está ahí, junta, por encima de las querellas entre reyes
y patricios. España no solo
está junta, sino que además está sola: casi todos los cruzados
europeos que habían venido a echar una mano han abandonado el campo, porque no
soportaban ni el despiadado calor del verano manchego ni las severas reglas
impuestas por el rey de Castilla contra el saqueo. Y es esa España junta y sola
la que derrota al mayor ejército musulmán que había aparecido hasta entonces en
Europa. Eso fue la batalla de las Navas de Tolosa. Era el 16 de julio de 1212.
Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, contó sus primeros compases:
“Alrededor de la medianoche
del día siguiente estalló el grito de júbilo y de la confesión en las tiendas
cristianas, y la voz del pregonero ordenó que todos se aprestaran para el
combate del Señor. Y así, celebrados los misterios de la Pasión del Señor,
hecha confesión, recibidos los sacramentos y tomadas las armas, salieron a la
batalla campal. Y desplegadas las líneas tal como se había convenido con
antelación, entre los príncipes castellanos Diego López con los suyos mandó la
vanguardia; el conde Gonzalo Núñez de Lara con los freires del Temple, del
Hospital, de Uclés y de Calatrava, el núcleo central; su flanco lo mandaron Rodrigo Díaz de los Cameros
y su hermano Álvaro Díaz, y
Juan González y otros nobles con ellos; en la retaguardia, el
noble rey Alfonso y junto a él, el arzobispo Rodrigo de Toledo. (…) En cada una
de estas columnas se hallaban las milicias de las ciudades, tal y como se había
dispuesto. El valeroso rey Pedro
de Aragón desplegó su ejército en otras tantas líneas; García
Romero mandó la vanguardia; la segunda línea, Jimeno Cornel y Aznar Pardo; en
la última, él mismo, con otros nobles de su reino. El rey Sancho de Navarra,
notable por la gran fama de su valentía, marchaba con los suyos a la derecha
del noble rey, y en su columna se encontraban las milicias de las ciudades de
Segovia, Ávila y Medina. Desplegadas así las líneas, alzadas las manos al
cielo, puesta la mirada en Dios, dispuestos los corazones al martirio,
desplegados los estandartes de la fe e invocando el nombre del Señor, llegaron
todos como un solo hombre al punto decisivo del combate”.
“Los
moros iban a intentar por todos los medios destrozar el ataque cristiano,
dividiendo su fuerza”
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Cuando
uno repasa hoy los movimientos de la batalla, tiene la impresión de estar ante
una partida de ajedrez. El Miramamolín juega sus piezas: una tropa más
numerosa, sin caballería pesada, pero con formaciones muy ágiles que atacan a
la caballería cristiana por los flancos y, sobre todo, con arqueros letales que desorganizan a la
vanguardia enemiga. Alfonso VIII tampoco es manco: la
caballería cristiana despliega refuerzos en los flancos para protegerla de
ataques, los infantes combaten mezclados con los caballeros para que el ataque
enemigo no desorganice a las gentes de a pie.
Son
las tácticas que tanto los musulmanes como los cristianos han ido
perfeccionando en Tierra Santa, en las batallas de las cruzadas, y que unos y
otros conocen ya a la perfección. Para la historia militar, la batalla de las
Navas de Tolosa es un ejemplo de libro. Para nosotros, y por decirlo en dos
palabras, la cosa consistía en lo siguiente: los españoles tenían que procurar alcanzar en masa compacta de caballería
las líneas centrales enemigas, para aplastar al moro; los
moros, por su parte, iban a intentar por todos los medios destrozar el ataque
cristiano, dividiendo su fuerza, desorganizándola y, acto seguido,
aniquilándola. Como en Alarcos.
Enterrados
hasta las rodillas
Las
tres alas del ejército cristiano cabalgaron contra el enemigo. La caballería
española arrasó sin contemplaciones las primeras líneas de la fuerza mora,
compuestas sobre todo por voluntarios que habían acudido a morir en la yihad,
en la guerra santa. Pronto llegaron al pie de las lomas donde se hallaba la
fuerza central del Miramamolín. Pero ese era el momento que el hábil moro
esperaba: con la caballería cristiana cansada por la cabalgata y, ahora,
combatiendo cuesta arriba, Al
Nasir ordena la carga de su mejor fuerza, los veteranos
almohades, que se lanzan pendiente abajo, chocan con los cristianos, los clavan
en el terreno y empiezan a desorganizar sus líneas. Era el movimiento previsto
por el Miramamolín: con los cristianos inmovilizados, ahora todo sería tan
sencillo como aniquilarlos a fuerza de flechas y piedras.
El
primer movimiento cristiano parece haber fracasado. Alfonso VIII, el rey de
Castilla, ve banderas en retirada. Le vuelve el recuerdo de Alarcos y cree que
esa enseña que se retira es la de Diego López de Haro y sus vizcaínos. Pero no.
Con el rey, en el puesto de mando, están el arzobispo de Toledo y un concejal
de Medina del Campo que le sacan del error: esa enseña que huye no es la de
López de Haro, sino la de las milicias de Madrid. El centro del ataque castellano se
mantiene a pie firme. Eso sí, los de López de Haro atraviesan
una difícil situación: rodeados de enemigos, pueden convertirse en blanco de
los arqueros moros. Entonces Alfonso
VIII decide intervenir personalmente para dirigir la última
carga. Son célebres sus palabras al arzobispo de Toledo, Jiménez de Rada:
“Arzobispo, vos y yo aquí muramos”.
“Los
imesebelen, voluntarios fanáticos que habían jurado dar su vida en defensa
del islam, se hacían enterrar para evitar la tentación de huir”
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Ese
era el movimiento que Alfonso VIII se tenía guardado: una nueva masa compacta
de caballería, salpicada de infantes y con el propio rey al frente, arrolla la
línea de combate, disgrega la resistencia mora y se planta ante la última línea
de defensa del Miramamolín, el palenque. Aquí se encuentran con algo que hoy
nos sorprenderá, pero que ellos ya conocían: una gruesa empalizada fuertemente
amarrada con cadenas y protegida por una línea de guerreros enterrados hasta
las rodillas. Eran los imesebelen o ‘desposados’. No se trataba de esclavos,
como dicen muchas fuentes, sino de voluntarios fanáticos que habían jurado dar
su vida en defensa del islam y que se hacían enterrar así, para evitar la
tentación de huir y asegurarse el sacrificio luchando hasta la muerte.
Murieron, claro.
‘Te
Deum laudamus’
Todo
el éxito de la táctica mora dependía de que la fuerza cristiana que llegara al
palenque no fuera muy numerosa y, por tanto, no pudiera perforar la defensa.
Para eso deberían haber bastado las reservas de veteranos almohades movilizadas
por el Miramamolín. Pero Alfonso VIII había calculado muy bien los tiempos:
ordenó su última carga cuando a los moros les quedaba ya muy poca fuerza por
movilizar, de manera que las
tropas cristianas que llegaron hasta el palenque, protegido por
la empalizada y aquellos imesebelen, fueron
muy numerosas. Los cristianos perforaron las defensas. La
tradición dice que fue Sancho VII de Navarra el primero en romper aquellas
cadenas, y aquí respetaremos la tradición. Una vez dentro, los moros ya no
tenían nada que hacer: los arqueros y los honderos no tenían espacio físico
para usar sus armas, y nada podía oponerse entonces a una carga de caballería
pesada. La escabechina debió de ser terrible. El Miramamolín, derrotado, huyó a toda prisa a lomos de lo
primero que encontró: un burro. El arzobispo de Toledo y los
demás clérigos presentes en el campo de batalla entonaron el Te Deum laudamus.
La
batalla de las Navas de Tolosa fue fundamental en la historia de España y de
Europa. Cualquier intento musulmán por recuperar el terreno perdido quedaba
definitivamente desarbolado. Los
pasos de Castilla hacia Andalucía quedaban en manos cristianas.
Las querellas entre los reyes cristianos se resolvieron en la euforia del
triunfo. Vencidos los almohades, Europa
neutralizaba el peligro musulmán en Occidente. Por eso 1212 es
una fecha decisiva en la historia de Europa y de España, un hito clave en la
gesta nacional española.
Por
cierto que no lejos de aquellos campos de Jaén, seiscientos años después,
brotará otro de esos hitos: la batalla de Bailén. Pero esa es otra historia.
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