Cómo unas municipales derribaron la monarquía
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Fernando Díaz de Villanueva, 10 de julio de 2012
Las elecciones más decisivas de la Historia de España fueron unas
municipales que se celebraron el 12 de abril de 1931. Se convocaron para
renovar los concejales de todos los ayuntamientos y terminaron
provocando una reacción en cadena que, en sólo dos días, trajo la
proclamación de la Segunda República, marcando con ello el fin de la
Restauración, el régimen más longevo de la historia contemporánea de
España.
El origen de un vuelco tan extraño y repentino hay que buscarlo
quince meses antes. En enero de 1930 Primo de Rivera presentó su
renuncia al Rey. El dictador consideraba que su etapa al frente del
Gobierno tocaba a su fin, que España ya no le necesitaba y que había
llegado la hora de volver a la monarquía parlamentaria interrumpida
bruscamente en septiembre de 1923. Lo cierto es que Primo estaba hasta
la coronilla de tanta intriga y tanta traición, empezando por la del
propio monarca, que le había borboneado sin piedad durante años.
Más que dimitir, le dimitieron desde el Palacio Real. El Rey tenía ya
a Primo como un lastre que, en su momento, había sido de gran utilidad
para acabar con la conflictividad social y poner punto final a la guerra
de Marruecos tras el innombrable desastre de Annual. Hecho aquello, a
esas alturas lo único que traía el temperamental militar era mala fama a
la monarquía y al mismo sistema de turno, que el propio monarca había
dinamitado asumiendo el golpe del 23.
El problema es que los años de Primo habían sido el entierro de facto
de ese sistema en el que ya casi nadie creía. El Rey encargó gobierno a
otro militar, el general Dámaso Berenguer, que tenía tan poca voluntad
de poder que los españoles pronto bautizaron su Gobierno como la
“dictablanda”. Berenguer no quería problemas y la otrora incontestable
dictadura de Primo se transformó en un circo al que le crecían los
enanos a toda prisa. En diciembre de ese año se produjeron dos
sublevaciones militares de corte republicano: una en el aeródromo
madrileño de Cuatro Vientos y otra en el destacamento pirenaico de Jaca.
El Rey aceptó la espantada de Berenguer un año después de su
nombramiento y colocó en su lugar al Almirante Juan Bautista Aznar, un
marino de 70 años que, a decir de Maura, “procedía geográficamente de
Cartagena y políticamente de la luna”. Y era en la luna donde demostraba
estar el Rey. España seguía siendo monárquica, aunque fuese por pura
inercia, pero las ciudades habían dejado de serlo. Los intelectuales, y
no sólo los socialistas, apelaban a la República. El moderado Ortega
hablaba de destruir la monarquía. Otros, de derechas e izquierdas,
pactaban un programa de mínimos para llegar cuanto antes a una República
burguesa que regenerase el sistema de la Restauración, al que todos ya
daban por periclitado.
En el Gobierno se sabía del malestar generalizado entre los
intelectuales y el envalentonamiento de los republicanos. Para
neutralizarlo y sortear la crisis de legitimidad de la monarquía, Aznar
planteó tres convocatorias electorales que le devolviesen la
credibilidad al régimen y sofocasen el brote republicano por la vía de
los hechos. La primera, a celebrar el 12 de marzo, cambiaría la cara a
los ayuntamientos. La segunda, prevista para el 3 de mayo, renovaría las
diputaciones provinciales. Por último, a modo de remate, en junio se
celebrarían elecciones a Cortes Constituyentes, encargadas de redactar
la nueva Constitución, que habría de sustituir a la de 1876.
Sólo se pudo llegar al primero de los comicios previstos para aquella
primavera. Los candidatos monárquicos arrasaron en los pueblos, pero
perdieron en las capitales. En algunas ciudades como Madrid y Barcelona
salieron elegidos tres o cuatro concejales republicanos por cada
monárquico. De las cincuenta capitales de provincia sólo diez quedaron
en manos de un alcalde afín a la monarquía. En el resto del país, sin
embargo, el panorama era el opuesto. La España rural seguía siendo
monárquica hasta el tuétano. Los republicanos se apresuraron a decir que
aquellos eran “burgos podridos” repletos de analfabetos donde mandaba
el cacique y el cura. Evidentemente un análisis tan simple no era del
todo cierto.
A pesar de que las municipales no eran un plebiscito sobre la
República y de que el cómputo global favorecía a los monárquicos, las
altas esferas del poder se empezaron a inquietar tras conocerse los
primeros resultados. Aznar dimitió, la camarilla del Rey se replegó
sobre sí misma dando por hecho que las elecciones marcaban
indefectiblemente el fin de la monarquía. Nadie quería asumir el mando.
Romanones pensó que lo mejor era tirar la toalla y buscar una salida
digna para el monarca antes de que un comité de republicanos viniese a
apresarlo a Palacio.
Eran simples ensoñaciones, el Rey no corría ningún peligro y el país
estaba tranquilo. Entonces los líderes republicanos, sabedores de la
debilidad del Rey, sacaron a la gente a la calle el día 14 por la
mañana. El que había transmitido a los republicanos la voluntad de irse
que tenía el Rey era el propio Romanones, que horas antes había hablado
con Alcalá-Zamora para garantizar la seguridad e integridad de la real
persona. Una información que el comité revolucionario supo utilizar a
tiempo para cubrir de legitimidad la proclamación de facto de la
República.
En algunos lugares como la pequeña ciudad guipuzcoana de Éibar la
República ya había sido proclamada horas antes. Alfonso XIII, un hombre
de sólo 44 años enjuto y temeroso, envejecido prematuramente por el
tabaco e incontables vicios públicos y privados, un hombre que había
nacido Rey, que había recibido la Corona de España como un regalo con
poco más de 15 años, se acojonó, literalmente, y puso tierra de por
medio.
Las elecciones municipales habían sido una simple excusa que había
sacado a la luz la cobardía de la camarilla del monarca y la carcoma de
un régimen en el que ya no creían ni sus garantes. Luego resultó que la
República que tan alegremente se celebraba aquel día por las calles de
todas las ciudades españolas era peor que cualquier momento de la
difunta monarquía. Peor e infinitamente más inestable. La Restauración,
con todas sus pegas –que las tuvo, y muchas–, había durado más de medio
siglo. La República sólo conseguiría mantenerse en pie cinco años y
desembocaría en una guerra civil.
El problema de los republicanos es que la República les había tocado
en una rifa. Además cada uno de ellos quería una República a su medida,
sino se rompía la baraja, que es lo que terminó sucediendo. Eso, claro,
no se podía ni imaginar aquel 12 de abril, víspera electoral de la
proclamación de una República que nunca estuvo en el menú.
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