sábado, 18 de octubre de 2014

El fabuloso botín del Westmorland





Por: Javier García Blanco. 14 de febrero de 2014.

España casi siempre ha sido víctima del expolio... pero sólo casi siempre. Este caso, ocurrido a finales del siglo XVIII, fue distinto: un barco británico bautizado con el nombre de Westmorland acabó en el puerto de Málaga tras ser víctima de un ataque corso. Nadie sabía que dentro iba a bordo una de las colecciones artísticas más impresionantes jamás reunidas. Tras una intensa batalla diplomática, el “tesoro” se quedó en España. Y aquí sigue. 

De haber arribado dos días antes al puerto de Málaga, y no el 8 de enero de 1779, es posible que los buques de guerra franceses Cathon y Destine –bajo el mando del brigadier D’Espineuse–, hubieran sido considerados por algunos como unos “Reyes Magos” un tanto particulares. No en vano, los buques de línea galos llegaban del Este y traían consigo un regalo suculento: tres navíos de bandera inglesa capturados días atrás, con las bodegas cargadas de valiosas mercancías.

Lo que seguramente desconocían en aquellos momentos D’Espineuse y sus hombres era que uno de aquellos barcos, la fragata Westmorland, no solo portaba toneladas de bacalao en sus entrañas –como las otras presas inglesas–, sino que bien podía considerarse un auténtico “museo flotante”, pues transportaba miles de obras de arte y antigüedades pertenecientes a adinerados súbditos británicos que habían viajado a Italia para participar en el llamado Grand Tour (ver recuadro), un gran crucero para gente adinerada que bien puede considerarse precursor del actual turismo.

Aquel suculento botín acabaría siendo adquirido, tras no pocas negociaciones, por orden del mismísimo rey Carlos III, quien decidió que la nutrida colección arrebatada a los británicos se sumase, en su mayor parte, a los fondos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, creada apenas treinta años antes.

Aunque el Westmorland zarpó del puerto de Livorno con rumbo a Londres en los últimos días de 1788 o en las primeras jornadas del nuevo año –la fecha exacta se desconoce, pese a los abundantes documentos conservados–, llevaba fondeado en la costa italiana al menos desde finales del marzo anterior. Durante esos meses, el barco –uno de los muchos que en aquellos años contaban con patente de corso y además recorrían el Mediterráneo cargados de mercancías–, fue abasteciendo sus bodegas con los habituales toneles llenos de bacalao y otros productos, pero sobre todo con pinturas, libros, estatuas, bloques de mármol y antigüedades varias que un buen número de viajeros británicos habían ido adquiriendo durante su visita por distintas localidades italianas.

En aquellos años, Inglaterra se encontraba en guerra abierta con Francia debido a la participación de ésta en la Guerra de Independencia de las trece colonias americanas, a las que los galos apoyaban. Por esta razón, las aguas del Mediterráneo se habían convertido en un lugar muy peligroso para los navíos británicos, en especial después de que Luis XIV diera vía libre a la guerre de course (guerra de corso), y abriera la veda a la captura de barcos enemigos para hacerse con su carga. Livorno, donde se encontraba amarrado el Westmorland, se había declarado puerto neutral, y era orden de obligado cumplimiento para todo barco británico zarpar acompañado, y así evitar en lo posible ataques enemigos.

Cuando finalmente se hizo a las aguas, el Westmorland –con veintiséis cañones, y sesenta tripulantes al mando del capitán Willis Machel, además de un pequeño grupo de pasajeros– puso rumbo a Inglaterra acompañado de otros dos barcos de menor calado, el Gran Duca di Toscana y el Southampton. Pero a pesar de cumplir las órdenes y navegar en convoy, los tres barcos tuvieron la mala suerte de cruzarse con los franceses Cathon y Destine, que habían zarpado el día de Navidad del puerto de Toulon. Con más de cien cañones y unos 1.300 hombres entre ambos, los buques de línea franceses constituían un enemigo imbatible, y los británicos no tuvieron otra opción que rendirse.

Fue así como el Westmorland llegó apresado al puerto español de Málaga en los primeros días de 1779, donde sus valiosos contenidos podían venderse fácilmente entre las distintas casas de comercio, que habitualmente realizaban transacciones con los franceses. Así, las mercancías que llevaban los tres barcos –en su mayor parte bacalao– fueron rápidamente vendidas a los comerciantes, pero no ocurrió lo mismo con el valiosísimo contenido que viajaba en las tripas del Westmorland, que tendría que esperar un tiempo antes de pasar a manos de un nuevo dueño.

La noticia de la captura de los buques británicos no tardó en llegar a oídos de las más altas autoridades españolas. Ese mismo 8 de enero de 1779 en el que los buques echaban el ancla en el puerto de Málaga, el conde de Ofalia, a la sazón gobernador de la costa, escribió sin pérdida de tiempo al todopoderoso secretario de Estado, conde de Floridablanca, poniéndole al tanto de lo ocurrido.

No fue el único intercambio de correspondencia oficial que se produjo en aquellos primeros días. También los cónsules de Inglaterra y Francia en suelo español mantuvieron una intensa comunicación entre sí y con las autoridades españolas. La razón era bien sencilla: además de lo importante que resultaba la captura de los barcos por su valiosa mercancía, no menos beneficioso era el buen número de prisioneros apresados, que podían canjearse con los que estaban en manos del enemigo.

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