Julio Mayo.- "El Domingo de Ramos en tiempos de Murillo", en ABC de Sevilla, domingo 25 de marzo de 2018, pp. 54-55


EL DOMINGO DE RAMOS
EN TIEMPOS DE MURILLO

El pintor vivió en la época de mayor esplendor barroco, cuando las cofradías no llegaban a la Catedral hasta el Miércoles Santo,
pero celebraban cabildos de hermanos el domingo

JULIO MAYO
en ABC de Sevilla, domingo 25 de marzo de 2018, pp. 54-55

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A Murillo le tocó vivir en sus distintas etapas vitales (1617-1682), el esplendor barroco más álgido de una Semana Santa que, en el terreno espiritual, exhibirá la intensidad de un exacerbado fervor penitencial, orientado a la contemplación del misterio de la cruz. Esta profundización en los postulados del concilio de Trento, centrados en revivir la Pasión y Muerte de Jesucristo en aquella Sevilla superpoblada que mantenía la cabecera comercial de la Carrera de Indias y en la que se cometían tantos pecados –según los clérigos–, motivó un gran reproche teológico por parte del mundo protestante que no entendía que esos cultos no tuvieran su centro en la Resurrección del Señor.


La participación directa de Murillo en la defensión y definición del misterio de la concepción inmaculada de María, ayudó a que el culto mariano creciese en la ciudad y se equilibrase, por tanto, el exclusivamente dedicado a Cristo los días de la Semana Mayor. Por su profunda experiencia espiritual, Murillo podía competir en cuanto a su comportamiento con cualquier canónigo de la catedral. Pero no por ello renunció al compromiso de formar parte de aquella Semana Santa germinante.

El 3 de mayo de 1653, ingresó como hermano de la antigua cofradía de la Vera Cruz, establecida en su capilla del convento «casa-grande» de San Francisco, para la que había pintado una Inmaculada Concepción junto al fraile franciscano, fray Juan de Quirós, en 1652. Sin embargo, su estreno cofrade se produjo en 1644, al hacerse hermano de la de Nuestra Señora del Rosario, del convento dominico de San Pablo. También intervino, en 1657, en el alquiler de una serie de túnicas para los cofrades de Montesión. Facilitó hábitos para la procesión de Semana Santa.

Según un expediente del Archivo del Arzobispado, se le abonaron 562 reales de vellón «por el alquiler de las túnicas de sangre y de luz que dio para la estación de el Jueves Santo». Con el tiempo, muchas de las imágenes titulares de las cofradías que se reactivaron entonces, terminaron efigiándose bajo los parámetros artísticos de sus creaciones pictóricas.


Todas las cofradías de sangre radicaban en iglesias de conventos, ermitas y parroquias apartadas de la catedral, adonde tenían la obligación de acudir en el transcurso de sus respectivos desfiles procesionales, después de disponerlo así el cardenal don Fernando Niño de Guevara, en el sínodo diocesano de 1604. Pero, sin embargo, aquel sínodo prohibió que se celebrasen procesiones el Domingo de Ramos, porque tal día día no podían entrar pasos en el monumental templo.

Aquel siglo que le tocó vivir a Murillo, las cofradías no llegaban a la catedral hasta el Miércoles Santo. Las reglas de muchas hermandades de aquel tiempo nos revelan que, en cambio, era tradicional la celebración de cabildos de hermanos el Domingo de Ramos, así como organizar y distribuir las demandas de limosnas, con cuya recaudación se sufragaban los gastos de la salida. Un expediente del Archivo de la Catedral de Sevilla, que contiene decretos emitidos por el señor provisor del arzobispado, fechados entre 1620 y 1633, conserva uno que prohibía asistir a las mujeres, de noche, a la iglesia, y regulaba la visita que se realizaba durante la cuaresma a la Cruz del Campo, concretándose que las mujeres fuesen por la mañana y los hombres cumpliesen por la tarde.

Hasta dos hermandades dedicadas al título de la Entrada de Jesús en Jerusalén llegaron a coexistir en aquella misma centuria. Una es la actual hermandad de la Borriquita, y la otra, que era de Triana, terminó extinguiéndose. Esta última corporación sí parece que llegó a salir algún que otro Domingo de Ramos, aunque sin retirarse de su demarcación trianera. No es hasta muy finales del siglo XVII, en 1696, cuando la autoridad eclesiástica ordenó incluir en las reglas de la Amargura que la estación debía cumplirla el Domingo de Ramos. Así se conformó como jornada de procesiones.

Ceremoniales en la Catedral

El edificio de mayor relevancia de la ciudad era, en el siglo XVII, la Seo Metropolitana y Patriarcal, como centro multifuncional más destacado de la época Moderna. Con gran pompa y riguroso protocolo, se conmemoraban eventos solemnísimos en los que participaban las instituciones de poder más representativas (corporación municipal, justicia, dirigentes de la Casa de la Contratación y la propia Iglesia hispalense). Las vísperas del Domingo de Ramos se iniciaban en el domingo anterior, conocido como el de «Lázaro». El «Sábado de Ramos», tenía lugar la ceremonia de la «ostensión de la Seña» (reboleo de la bandera negra con cruz roja, a cargo de un ministro eclesiástico, con la que se anunciaba la proximidad de los días santos en los que el Redentor padeció por nosotros). Ese mismo sábado, quedaba ya abierta la catedral para la procesión de palmas del Domingo de Ramos, cuyas puertas no se cerraban durante la Semana Santa, con el fin de no interrumpir el recorrido litúrgico durante las jornadas penitenciales.

Con la entonación de la antífona «Asperges me» se verificaba el ritual de bendición de los ramos de olivos, mientras se rociaban las palmas y ramitas de olivos con agua bendita, especialmente preparada para la Semana Santa. A continuación, salía la «Procesión de los Ramos» alrededor del templo catedralicio, a la que asistían todas las cruces parroquiales. Los fieles cantaban, imitando a los niños hebreos que salieron a recibir al Señor con el «Hosanna». Mientras la procesión discurría por debajo de las gradas, tañían las campanas de la Giralda. Se hacía el «Attollite portas» en la puerta de la «Entrada del Señor en Jerusalén», conocida como la de Campanillas, que es por donde el cortejo regresaba al interior. De este modo, la catedral constituía una imagen metafórica de la Jerusalén del Cielo, por lo que la entrada de los fieles portando palmas y ramas de olivos era equiparable a la consecución de la Gloria como fin de salvación. Acto seguido se celebraba el canto de la Pasión, antes de proceder a oficiar la misa y el sermón propio del día.

Procesión de Palmas en 1649

Expresa literalmente un Libro de costumbres litúrgicas de la Catedral de Sevilla que «este año de 1649, el Domingo de Ramos no pudo salir la procesión de los Ramos por ençima de gradas por haber llovido y llover toda la mañana. Aunque no llovió cuando salió hizose la procesión por las últimas naves de la iglesia, salió por el lado del púlpito de la Epístola y la nave de la antigua a la puerta de San Miguel, y por detrás del Monumento a la pila del Bautismo y a la puerta de los Palos y salió al dicho patio a la puerta de los meaderos y entró por la puerta de la Entrada de Jerusalén y allí se hizo al estación y ceremonia de cerrar la puerta». No se suspendió por la epidemia, sino por la inundación provocada por el Guadalquivir.


Representación pasional

En 1611, Alonso Lobo compuso para la catedral un libro de polifonía con el repertorio de Semana Santa, en el cual se habían incorporado las cuatro Pasiones. Merced a la documentación obrante en el Archivo de la Catedral sobre ceremoniales litúrgicos, sabemos que, en 1630, se escenificaba el canto de la Pasión. En la puerta de la capilla mayor se había colocado un tablado pequeño, donde un cantor encarnaba a Cristo. «Saldrán los tres (cantores) de la sacristía, los que han de cantar la Pasión, el primero el que hace el Evangelista y el segundo el que significa a las personas particulares y el último el que hace la persona de Cristo». 

Los músicos, tenían la obligación de asistir el Domingo de Ramos, como bien ha estudiado Juan Ruiz Jiménez en su trabajo sobre la actividad musical en la catedral, «para cantar los Pasos que tocan a la plebe, conforme están señalados en el libro que hay de esto». Por la «Regla de Coro» se sabe que la versión que se interpretaba del himno «Strope Vexilla regis» de Francisco Guerrero, fue sustituida por la de Luis Bernardo Jalón en el siglo XVII. El altar mayor quedaba cubierto por un amplio velo blanco hasta que era rasgado y retirado el Miércoles Santo. Desde Sevilla se exportaron todos estos ceremoniales a las iglesias de América, donde se conservan todavía muchos rituales en catedrales como la de Quito (Ecuador).


Procesión de Huesos

Por la tarde, la hermandad de la Santa Caridad, de la que formaba parte Murillo, y para la que también realizó grandes cuadros, organizaba una procesión con restos óseos y cajas mortuorias en las que se traían, desde fuera de la ciudad, los despojos mortales de personas de devenir miserable. Cumplía así con uno de sus fines piadosos: enterrar a los pobres. Y, sobre todo, a los defenestrados por la sociedad (mendigos, ladrones, ahorcados, condenados, asesinados, pendencieros, bandoleros y un amplio número de personajes de la marginalidad más desarraigada). 

El pintoresco cortejo lo abría el muñidor, cuya figura aún conserva la Hermandad. Al cabo de la comitiva venían los ataúdes y urnas de huesos de los pobres, portados a hombros por los cofrades de la Caridad. Atravesaban la catedral y cruzaban la actual Avenida para llegar a la capilla del colegio de San Miguel, donde hoy se encuentra la plaza del Cabildo. Allí había un compás, o cementerio, donde un benefactor mandó remozar una capilla para que los entierros de los proscritos también fuesen dignos.

Pese a la riqueza litúrgica y la grandeza institucional de nuestra santa iglesia catedral, en la que se han solemnizado rituales litúrgicos imponentes, como en ninguna otra de España, la religiosidad popular de nuestra ciudad se ha engrandecido en el escenario donde públicamente pidieron perdón por sus pecados tantos penitentes, tantos devotos y tanta gente con sus disciplinas, rezos y promesas: las calles de Sevilla.

JULIO MAYO, HISTORIADOR





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