viernes, 10 de marzo de 2017

J. Mayo Rodríguez: "¿Por qué está el rey Fernando III en el escudo de Sevilla"


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Porque es su creador y fundador. Fernando III protagonizó la gestación de una ciudad de nueva creación, que no guardaba ninguna relación con las antiguas Hispalis ni Isbilia, aunque en ella perviviesen comunidades humanas y elementos de variada naturaleza relacionados con civilizaciones anteriores. Se trata, por tanto, de una fundación nueva con un entramado urbano, un sistema político, una organización social e institucional completamente distinta de las del pasado, lógicamente sin vínculo estrechado ninguno con lo anteriormente establecido.
Pero Fernando III no sólo representa la fundación, sino que encarna a la mismísima Corona, de cuyo proyecto estatal Sevilla fue desde aquellos orígenes uno de los pilares fundamentales. La presencia del rey Fernando III en el escudo municipal se debe, estrictamente, a razones relacionadas con el acontecimiento histórico.
El responsable intelectual del diseño heráldico del escudo hispalense no se dejó llevar por sentimientos ni ideologías. Se limitó a recoger, e inmortalizar, de modo esquemático los símbolos que mejor podían ayudarnos a entender el acontecimiento histórico más importante de la ciudad: su fundación. Recurrió a introducir un personaje que, con su acción política, acabaría luego determinando toda la evolución histórica posterior de la ciudad, y que durante muchos siglos gozó una popularidad legendaria, a quien, además, el pueblo atribuía la heroicidad de la gesta. En la mentalidad medieval, la prosperidad de un pueblo dependía de su rey, en quien poseía depositadas todas sus esperanzas. El blasón municipal de Sevilla muestra a su fundador, que también fue rey de Castilla y León. Los habitantes de la nueva ciudad vieron en el rey un símbolo de la unidad y cohesión territorial del nuevo Estado.
Las alegorías alusivas a la Iglesia que aparecen en el escudo hacen referencia a una institución básica que participó, de modo activo, en la construcción política y cultural de la ciudad, mucho más allá de su cometido desde el punto de vista de la propagación de la fe. Que si hubiesen sido sus protagonistas los luteranos o islámicos, lógicamente se hubiese tenido que representar en él. La cuestión no es que fueran unos u otros, sino los que fueron. Los escudos no son más que una representación simbólica lo más elocuente posible de la historia de la ciudad. Sin entrar a enjuiciarla.
El escudo está llamado a ser el primero de los documentos administrativos que mejor expliquen cuál fue la organización de nuestras sociedades en el pasado. El sevillano recoge agentes que participaron directamente en la gestación de la metrópolis. Exhibe unos símbolos que son rápidamente descifrables, sin que sea necesario estudiar historia en la universidad para identificar a los protagonistas. En síntesis, se trata de un documento gráfico válido tanto por su contenido como por su fácil comprensión, con independencia de la condición sociocultural de quien lo observe.
Una cuestión diferente es que la evolución posterior permita al diseñador heráldico poder añadir algunos símbolos más. Pero en ningún caso reemplazarlos ni sustituirlos. Eso iría en contra de la Historia, como disciplina. Pasado el tiempo, el historiador puede plantear la posibilidad de incluir un nuevo elemento, pero no erradicarlos, porque ello constituiría renunciar a los orígenes de nuestra historia, nos guste más o menos. Esto no es cuestión de opiniones, ni de sentimientos. No podemos pretender que Sevilla tenga un escudo con una simbología que no aluda a su historia. Que renuncie a su dilatado pasado. Debido a la gran tradición histórica de España y Europa, nuestro sistema heráldico se ha decantado más por el uso de la representación de agentes humanos que participasen en los primeros momentos de la construcción. Totalmente distinto, al empleo de alegorías de entornos naturales, como las usadas en los casos del nacimiento de las jóvenes repúblicas hispanoamericanas.
Heráldica e historia caminan juntas. Si no se modifican las normas heráldicas, es muy poco entendible que el escudo de un ente político, o administrativo, deba de estar actualizándose continuamente según el momento presente. Es que en lugar de llamarme Alberto, me gustaría llamarme Antonio. Actualmente se puede cambiar. Pero lo que no podemos hacer es alterar nuestra identidad porque de ese modo tergiversaremos la auténtica personalidad de la ciudad. Destronar a Fernando III del escudo municipal es despojar al blasón del verdadero origen de Sevilla
Julio Mayo, Historiador



J. Mayo: Falsa Casa-Museo de Murillo (ABC de Sevilla, 6 de marzo de 2017)

FALSA CASA-MUSEO DE MURILLO

JULIO MAYO - ABC de Sevilla, lunes 6 de marzo de 2017, pp. 84-85.

https://drive.google.com/file/d/0B9C8YpHPNJaSTzBfc2NucXhJVHM/view?usp=sharing


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Las fechas conmemorativas son muy oportunas para difundir nuestra historia, pero no deben emplearse para contaminar el pasado de confusiones ni leyendas dañinas. Y lo decimos, porque no es cierto que el pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo viviese los últimos años de su vida, donde el Instituto Andaluz del Flamenco ha establecido su sede. Así reza una placa de acero inoxidable fijada a la pared del zaguán de la casona de color almagra claro, que se halla ubicada en el barrio de Santa Cruz, frente al convento de las Teresas, en cuya fachada predica un óvalo metálico que es la Casa Museo de Murillo. En caso de que lo hubiese sido, que no lo fue, debió serlo un único año. No todos los últimos de su vida.

En el Padrón de las personas que han de cumplir con el precepto de la confesión y comunión en esta Parroquia de Santa Cruz del año 1682, figura afincado en la casa número 3 de la calle entonces denominada de la Puerta pequeña. Junto a él se encontraban avecindados, su hijo Gaspar, en aquel momento clérigo menor aunque luego llegó a ser canónigo, una tal Ana María y un tal José Cano, probablemente personal del propio servicio doméstico. De los cinco hijos y cuatro hijas que había tenido, sobrevivieron pocos. 

Con él, nada más, se encontraba don Gaspar, pues una de sus hijas había ingresado como monja en el convento sevillano de Madre de Dios. Murillo tenía 65 años y era viudo desde hacía más de veinte. Y aunque se desconoce la causa por la que alcanzó el privilegio de alojarse en esta morada, adyacente a la iglesia filial de la catedral, demolida y trasladada a la calle Mateos Gago en el transcurso del siglo XIX, es muy posible que este paradero reuniera las mejores condiciones para su retiro, después de la gran caída que sufrió pintando un lienzo para la iglesia de los Capuchinos de Cádiz, un año antes, en 1681.  No se sabe si el accidente se perpetró aquí en su estudio, o allí en la bahía. Lo cierto es que, tras el golpe, optó por regresar a la collación de uno de los principales centros de su vida mística y espiritual.

La relación estrecha del clan familiar de los Murillos con la institución eclesiástica –pues su primo hermano Bartolomé Pérez Ortiz llegó a ser canónigo y algunos otros tíos suyos fueron frailes dominicos, como fray Bartolomé Murillo–, y los notabilísimos trabajos que el maestro realizó para la catedral, pudieron haber influenciado en las facilidades que los dirigentes clericales le brindaron para instalarse en el barrio preferido para residir por los curas y prebendados de la catedral. 

Sus calles estrechas, abrigadas por la muralla que va hacia el Alcázar, deparaban un recogimiento mucho más propicio que el inquietante bullicio de otros lugares transitados de aquella populosa Sevilla. Así lo demuestra el hecho de que, en el entorno de sus callejas, se instalase el hospital destinado a acoger a los sacerdotes ya ancianos y venerables. No perdamos de vista que el máximo responsable del cuidado y mantenimiento de los cuatro templos que auxiliaban a la catedral (San Roque, San Bartolomé, Santa María la Blanca y Santa Cruz) fue, entre 1655 y 1682, el canónigo Justino de Neve, amigo personal suyo y promotor de importantes proyectos artísticos.

Murillo y su familia, que habían mantenido una gran relación con Santa Cruz, como feligreses entre 1659 y 1662, vivieron luego casi dos décadas en la calle San Jerónimo, de la parroquia de San Bartolomé. Estando empadronado allí, pintó los cuatro lienzos del hospicio de los Venerables en 1678.

Su funeral se ofició, el 4 de abril de 1682, en la iglesia de Santa Cruz. Según la anotación de su partida de defunción, se enterró en uno de los cañones de bóveda propios de la fábrica, sin más ostentación. Cuentan las crónicas que el sepelio constituyó todo un acontecimiento popular y que portaron su féretro dos marqueses y cuatro caballeros de órdenes militares.


Partida de defunción de Bartolomé Esteban Murillo. 
Libro de defunción núm. 2 (1679-1750) del archivo parroquial de Santa Cruz de Sevilla


Confusiones sobre el domicilio

Fue el cronista sevillano Félix González de León quien engendró el equívoco, en 1839, al publicar que Murillo vivió los últimos años de su vida y murió en una casa de la calle Santa Teresa, que se encontraba justamente enfrente del convento de las monjas carmelitas, en el libro Noticia del origen de los nombres de las calles de Sevilla. Apoya su tesis en unos apuntes de su propio abuelo, que decían así«El día 3 de abril de 1682 murió en la casa que está enfrente de las monjas Teresas el famoso pintor don Bartolomé Esteban Murillo. 


Este pintor fue íntimo amigo de mi abuelo –tatarabuelo del historiador–, por lo que le pintó y regaló el retrato de mi abuela que está en el comedor». De este modo, González de León, rebatió la propuesta planteada por el viajero romántico Richard Ford unos años antes, en 1831. Este escritor inglés, señalaba como vivienda una de la casa de los Alfaros, en la plaza del mismo nombre, que hacía esquina con la actual del Agua. Difundió hasta un dibujo de ella. 


A partir de entonces, el deán López Cepero, Amador de los Ríos y Gómez Aceves, insistieron en catalogar el palacete de los Alfaro como el lugar donde había fallecido Murillo. Sin embargo, a mediados del siglo XIX, los académicos de Bellas Artes y otros intelectuales románticos, como Tubino y Reinoso, concluyen que la casa está en la plaza de Alfaro, pero en la acera que colinda con la plaza de Santa Cruz. Esta propuesta la difundió también el pintor argentino José Miguel Torre Revello, quien copió el texto de una lápida de mármol que se instaló en el número dos de la plaza de Alfaro. Aunque parecía un hogar demasiado humilde y algo reducido, Santiago Montoto consideró, ya en el siglo XX, como buena la nueva designación del espacio en el que pudiera haberle llegado el óbito.



Pero hace escasas décadas, el profesor Diego Angulo Íñiguez recobró aquella sugerencia iniciática de González de León, que señalaba la casa frontera al convento de las Teresas como emplazamiento de su expiración. El eminente historiador del arte, expresa, en el primer tomo de su estudio sobre Murillo, que ambas teorías son conciliables porque pudo haber fallecido en esta casa aunque no hubiese vivido en ella. La publicación de este voluminoso trabajo, en 1981, a solo un año de la celebración del III Centenario de la defunción de Murillo (1682-1982), colmó de argumentos a la Junta de Andalucía para centralizar en este inmueble, de la calle Santa Teresa, buena parte de las actividades de la efeméride, después de haberlo adquirido en 1972.

Nuevas revelaciones documentales

Antes de que la iglesia de Santa Cruz fuese derribada en las primeras décadas del siglo XIX, su puerta principal se abría hacia la calle Santa Teresa. A partir de ella se articulaba un cuerpo de naves, extendido desde el acerado del consulado de Francia hasta el de las murallas que buscan el Alcázar, aunque sin llegar del todo a aquel extremo. En la parte más oriental de la plaza, hacia el borde de la glorieta ajardinada donde está la cruz de forja, se alineaban la torre y una cupulita que cubría el ábside y el presbiterio, según muestra el plano de la ciudad mandado hacer por Pablo de Olavide en 1771. En este mismo documento cartográfico, se comprueba que el templo estaba rodeado por un carril con salidas hacia la calle Mezquita y plaza de Alfaro, respectivamente. Pero además, desvela que por el lateral de la iglesia discurría una callecita estrecha que comunicaba la calle de Santa Teresa con la plaza de Alfaro. La misma que los padrones llaman de la Puerta pequeña o Puerta chica, en razón del portoncillo que se abría hacia ella desde la iglesia.
Con el objeto de esclarecer qué calle fue aquella de la Puerta chica en la que habitó Murillo, hemos cotejado minuciosamente numerosos libros padrones del archivo parroquial de Santa Cruz. La consulta sistemática de estos censos, de manera secuenciada, nos permite reconstruir la evolución del nomenclátor de la calle y su parcelación inmobiliaria. En los siglos XVII y XVIII mantuvo prácticamente el mismo nombre. De Puerta pequeña, pasó a referenciarse como Puerta chica.

Es en el año 1800 cuando aparece asentado un nuevo nombre para la vía: calle de Santa Cruz. Curiosamente el mismo que posee, signado ya, en un padrón militar del Archivo municipal, fechado en 1714. Desde las últimas décadas del siglo XVII, eran tres casas las que integraban la referida calle de la Puerta chica. La primera de ellas estaba dentro de la propia iglesia y las demás en el corto tramo de la calleja. Los padrones de inicios del siglo XIX, cuando la iglesia ocupaba aún gran parte de la plaza y no había sido demolida, registran todavía anotados los mismos tres inmuebles que enuncia el padrón de 1682, cuando falleció Murillo, con la particularidad de que los sitúa, lógicamente, en la calle de Santa Cruz, pero separándolos claramente de los descritos en la «Plazuela de Alfaro» y «Callejón de Alfaro». Se comprueba así que el artista, antes de fallecer, no ocupó ningún inmueble de la calle de Santa Teresa ni de la plaza de los Alfaros.

Murillo vivió dentro del mismo inmueble que ocuparían años después otros sacerdotes emblemáticos de Santa Cruz. Francisco de Paula Baquero, Cartaya del Barco y hasta el propio Félix José Reinoso, se domiciliaron en esta misma casa que pertenecía a la propiedad del cabildo catedralicio, tal como testimonian diversos documentos del Archivo de la catedral y el propio Padrón de fincas urbanas de 1795, localizado en el Archivo Histórico Nacional de Madrid. 

Este documento urbanístico nos ha servido de igual modo para acreditar que la casa ocupada por Murillo, en 1682, tuvo que hallarse enclavada en la manzana de casas del tablado flamenco de Los Gallos, formada entre las plazas de Santa Cruz y Alfaro. Su casa estaba muy cerca de la que muestra ahora, en su fachada, las letras de bronce puestas por la Academia de Bellas Artes el año 1858, en recuerdo de su enterramiento en la iglesia destruida de Santa Cruz.




Registro del padrón del inmueble núm. 3 de la calle Puerta pequeña


Al final, pasará como en Madrid. La Administración reunió a tropecientos arqueólogos para que sondeasen el paradero de los huesos de Cervantes en la iglesia del convento de las Trinitarias Descalzas, mientras que la búsqueda de la exhumación en legajos se la encomendó solo a un historiador. Pero con una limitación. 

Que lo hiciera en dos días. Antes de que el Ayuntamiento sevillano hubiese designado el edificio de la calle de Santa Teresa como centro oficial para acoger los actos del IV centenario del nacimiento de Murillo (1617-2017) –van y eligen donde dicen que falleció–; lo lógico es que, con anterioridad, hubiese promovido un trabajo serio de investigación documental que ratificase, o descartase, si ciertamente el genio llegó a vivir tantos años en este palacio de la Junta de Andalucía. Este tratamiento no lo merece uno de los máximos exponentes de la pintura barroca del Siglo de Oro español, que tuvo la habilidad de colmar, a un mismo tiempo, las apetencias de las élites y el pueblo llano, al que conquistó profundamente, quien por excelencia y aclamación popular es el Pintor de Sevilla.


(*) JULIO MAYO. HISTORIADOR